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El patio

El mundo perdido del rock progresivo euskaldún

En Música, El patio 5 agosto, 2020

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

El rock vasco-navarro, que en sus orígenes se mantuvo fiel al euskera, puede pasar desapercibido a los extraños. Solo se hizo un hueco en la escena nacional cuando empezó a ceder ante la tentación de las lenguas indoeuropeas. Hoy vamos a desempolvar la vieja guardia progresiva de las Vascongadas, una de las más olvidadas tanto en su tierra natal como en el resto del mundo. No es casualidad que cantaran casi exclusivamente en euskera.

En poco tiempo la música popular vasca tomará un rumbo muy diferente, lo que, sumado a lo indescifrable para el forastero de las fuentes y del propio material, ha conseguido que no abunden los estudios sobre aquella etapa.

rock progresivo

Herri bat sortu zen (1978) de Eider, álbum casi inencontrable.

Empecemos señalando que en cuestiones de revolucionar la música los vascos no se adelantaron al ritmo de la nación: como en Madrid o Sevilla, la movida progresiva no alzará el vuelo hasta la segunda mitad de los setenta. Lo hará con un perfil aún más bajo, ya que las diferencias lingüísticas ahuyentaban a los melómanos de otras regiones, y será auspiciada por los sellos Elkar y Xoxoa, donde ficharon Itoiz, Errobi, Haizea y otras formaciones sobrevoladas hoy por los buitres del coleccionismo.

Por supuesto, hubo predecesores. Podemos destacar el movimiento Ez Dok Amairu, facción vanguardista de la Nueva Canción Vasca de donde surgieron nombres como Benito Lertxundi (Ez dok amairu, 1971). Y tenemos curiosidades como la vasquitud funkie de Akelarre (Sorta, 1972).

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Koska – Bihozkadak (1979), un disco con reivindicaciones.

Pero los verdaderos pioneros son Errobi, a decir de algunos, la primera banda de rock que cantó en euskera, aún en tiempos de la dictadura—les pisaban los talones Haizea y los raros Koska. Formados en 1973, lanzaron su primer trabajo dos años después (llamado Errobi) con un retrato psicodélico de lo que debe de ser Euskadi por portada.

Rasgo común, las letras estaban traducidas a la vez al francés y al castellano —por supuesto, al francés antes. El sencillo folk de este dúo se convertirá con los años en majestuosidad sinfónica, sin perder nunca el contrapunto acústico. Su clímax será el grandioso Ametsaren bidea; el anticlímax, su precipitada incursión en el pop acto seguido. Para algunos, Ametsaren Bidea queda como el mejor disco de la historia de al menos dos países: el vasco y el español.

Una de las particularidades de esta pequeña escena es que, en lugar de inspirarse en el rock sucio y urbano que iba adueñándose de las islas británicas, se aproximaba a formaciones un tanto anticuadas como Pentangle, Forest o Trees. El amor por el folk con ramalazos de psicodelia se aprecia en casi todos sus exponentes. En general no se captan tantos aires vascos como uno se esperaría, lo que demuestra que, si bien reivindicaban con pasión la patria y la lengua, aquellos jóvenes inquietos tenían también un pie en la sensibilidad global.

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Haizea.

Claro que no todo eran folk sinfónico y fantasías campestres. Antes de transformarse en una decente banda pop, Itoiz se nutrían del jazz y la canción italiana, sin descuidar flautas o violines. Su Ezekiel (1980), pieza conceptual del vocalista Juan Carlos Pérez, es uno de los discos más marchosos de una escena acostumbrada al misterio de bosques y cañadas.

Mirotz (Harrika hildako mitxeleta, 1982) presentan aires de Brasil y Lisker (Lisker, 1979) juegan a lo duro, aunque con flautas. Sakre desarrolla un rock sinfónico doctrinario en Bizitako gauzak (1978), Enbor probaba el jazz-folk en su disco homónimo (1979) y Txomin Artola traduce a Walt Whitman al euskera en Belar hostoak (1978), con un sonido entre el monte Aitzgorri y el Midwest.

Bandas como Izukaitz (Izukaitz, 1978) facturaban pasajes muy europeos, inspirados por la música de cámara o las melodías celtas. La cantante Itziar acusaba particularmente la influencia de Fairport Convention: su álbum homónimo de 1979 es una de las obras de folk con más encanto de la época, tras la cual es posible —y hasta probable— que la vocalista acabara en el mundo de la jota.

El canto gregoriano se deja ver por otro de los hitos del género, Hontz gaua (1979) de Haizea, cuyo cierre pausado y feérico puede ser lo más parecido en espíritu a un «Interstellar Overdrive» que haya despegado desde la península ibérica. Su vocalista Amaia Zubiria firmará en 1985 una apreciable rareza de psych-folk con inquietudes (mayormente jazzísticas), junto al arreglista Pascal Gaigne (Egun argi hartan).

Para alardes de vasquitud, véanse Eider (Eguberri abestiak, 1976) y sus villancicos tradicionales. Para ovejas negras, quizá los navarros Magdalena, que en su único lanzamiento (Lanera sartzen, 1981) se atrevieron al mestizaje con el castellano y al ocasional deje sureño. La tentación de semejante doble herejía debía de ser grande, ya que el mercado en euskera era, como se adivinará, poco menos que minúsculo.

Tal vez el espíritu de estos bohemios setenteros llame al asombro al compararlos con el Rock Radikal Vasco que se enseñoreará de la próxima década. Ciertamente su música no parecía estar tan politizada —no podía estarlo— como la de los años por venir. Y cuando un artista decidía significarse no era raro que escogiera temas de interés general, como la farsa de la Transición o los fusilamientos del 27 de septiembre (Urko – Gure lagunei, 1978).

Siempre había espacio para el radicalismo y el nacionalismo, pero de momento no eran la principal preocupación… salvo para unos pocos (Gure Bidea – Nafarroa nora?, 1978). Parece que el mero hecho de que cantasen lo que cantaban ya era suficiente estímulo para ellos, como lo sigue siendo para quienes todavía rastreamos sus nebulosos pasos.

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