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Mi banquete awajún

En Fuera del plato, Lifestyle jueves, 23 de julio de 2015

Ignacio Medina

Ignacio Medina

PERFIL

Una comida en la selva amazónica siempre es diferente y ante todo, elemental. Más aún si se ajusta a los ritmos de vida de los awajún, uno de los pueblos que habita la selva entre Perú y Ecuador. Pero hay días en que la comida se transforma en fiesta, aparece el masato preparado a base de yuca fermentada y convierten el almuerzo en la ceremonia de la abundancia. Esta es la historia de la última comida que compartí con los awajún de Temashnum, en la región peruana de Amazonas.

En casa de los awajún dejan los festejos para después del trabajo. En eso son convencionales y también prácticos. Acabada la parte dura de la mañana, aparecen cuatro mujeres vestidas al uso tradicional con unos cuencos y una tinaja de barro llena de masato, el jugo de yuca fermentado que beben en sus ceremonias sociales y religiosas. La gruesa capa de espuma blanca que cubre el cierre de la olla indica que el de hoy será un brindis por todo lo alto. Los visitantes bebemos primero; por turnos de importancia, nos siguen los apus –jefes locales- y el resto de la comunidad.

El masato es ácido, algo dulzón y de olor intenso, pero es fácil de beber aunque exige despejar los prejuicios. Se prepara masticando la yuca y escupiéndola en un recipiente para activar la fermentación con la saliva. Aparenta tener poco alcohol, pero acaba pegando; no conviene pasarse. La yuca es la base de su dieta desde siempre, de manera que el masato es el fermentado más frecuente, pero a veces le sigue otro de arracacha que pega mucho con fuerza. En la profunda espiritualidad de la cultura awajún, el masato es el punto de partida en la relación con el más allá. Para los siguientes trayectos hay hierbas, ramas, raíces y cortezas.

Awajuna

Estamos en Temashnum, una comunidad nativa awajún instalada junto al curso alto del Marañón, en la región peruana de Amazonas, cerca de la frontera con Ecuador. Los awajunes, o awarunas como gustan llamarse en algunas zonas, son una de las ramas de la familia de los shuar –los conocemos por jíbaros, pero no citen ese nombre ante ellos- instalados a caballo entre Perú y Ecuador, por encima del cauce alto del Marañón.

Hace más de una década que los awajún y sus vecinos los wampi afrontan su nueva realidad: debieron abandonar su tradición de pueblos pescadores y cazadores. A su alrededor apenas quedaba nada que comer. El crecimiento de las comunidades, la sobrexplotación de la selva y la presión de los colonos acabaron con la caza. Se necesitan cuatro días de marcha hacia el interior para encontrar animales salvajes, y el gigantesco y espectacular río Marañón baja convertido en un descomunal estercolero, casi sin peces. Fue el comienzo de un proceso duro y traumático que les llevó a la agricultura y a la transformación de sus estructuras sociales. Los ancianos dejaron el poder en manos de los jóvenes y se lanzaron por la senda del cacao.

Los cacaos los tenían allí, desde siempre, instalados en una selva que siempre fue su hogar, pero nunca los habían trabajado. Lo hacen desde hace menos de quince años y apenas sacan para sobrevivir, aunque sus cacaos son criollos, originarios de la Amazonía y de alta calidad. Quedan demasiado lejos de las rutas comerciales.

En esta tierra todo sigue un curso bastante natural. La asamblea ha sido bien brava, con algún momento tenso, pero también una hermosa muestra de participación comunitaria. Mujeres, ancianos, algunos niños y jóvenes locales acompañan a los representantes de nueve poblados vecinos. Han venido desde Chipe, dos horas y media río abajo, Nueva Salem, Nueva Jerusalem –los barcos misioneros evangélicos dominan las riveras del gran río- o Shukuyin, ocho horas de marcha sin caminos ni senderos hacia el interior de la selva. Visten sencillo, al estilo occidental, aunque los miembros más destacados de cada comunidad visten sus tocados característicos. Unos hechos con plumas de loritos de las rocas, otros con colas de ardillas. Algunos siguen utilizando sus pinturas rituales en el rostro.

Las reuniones acostumbran a ser intensas e interminables. Todo se habla en castellano y awajún y las conversaciones son largas y enrevesadas. La de hoy ha sido intensa. Siempre suele serlo, porque este es un pueblo orgulloso y altivo. Le sobran las razones para estarlo y serlo.

Cocina comunal

Acabada la asamblea y bebido el masato, llega la comida. Los que ocupamos la mesa que preside la casa comunal, continuamos en nuestro estrado, frente a los vecinos, sentados en sus sillas plásticas. Cubren nuestra mesa de hojas de plátano y traen la olla comunal. Hoy son dos ollas, una con trozos de yuca hervida y otra con un guiso de gallina. Los awajunes cocinan sin especias y sin sal, aunque esta la añaden luego sobre la mesa, formando montañitas en las que van untando cada bocado.

Las ollas comunales siguen ahí, en el suelo, sin que nadie sirva la comida. Algo nuevo está sucediendo hoy. Una mujer se acerca a la mesa, con un tupper en la mano. Lo abre y deja delante de mí un huevo cocido, un trozo de pollo guisado y dos suris, repitiendo el gesto con los demás ocupantes de la mesa. Reserva una parte para ella y se gira. Es el detonante para que una docena de mujeres más repitan la historia. Una me trae un trozo de yuca, otra un descomunal corte de palmito, aquí me llega otro huevo y un trozo de pescado asado en hoja de plátano, luego una sachapapa –tubérculo amazónico, a medio camino entre la yuca y la papa-, más pollo, gallina… En un par de minutos me encuentro en posesión de comida suficiente para alimentar a una familia numerosa. Me conmueve y me preocupa. Esta gente vive en la pobreza y ha dejado delante nuestro lo mejor que tenía. Los huevos que puso su gallina en estos días, tal vez la propia gallina, los palmitos que recolectan cortando las palmas y los suris que contiene la palma. El exceso de hoy traerá penuria para los próximos días.

Awajún

También me preocupa la obligación que acabo de contraer. Debo hacer honor a más comida de la que podría comer en un día. Calculo a ojo que me enfrento a tres plátanos hervidos, otros tantos trozos de palmito de buen tamaño, ocho cortes de pollo o gallina, cinco huevos cocidos, dos trozos de yuca, una sachapapa, cuatro trozos de pescado, un cuenco con caldo, yuca y más gallina, y al menos una docena de suris.

El suri es un gusano que vive en el interior de la palma. Es grande, grueso y mantecoso. Un bocado codiciado por estas tierras. Coincido con ellos. Cuando está recién hecho a la parrilla o sobre una plancha, queda crujiente por fuera y tierno por dentro, como si fuera una pella de manteca. Sólo hay que tener la precaución de dejar a un lado la cabeza, negra, dura y amarga, y elegir los menos grandes. Cuando crecen mucho tienen un sabor algo terroso. Por lo demás, son un bocado de altura.

Suri

La comida exige método, porque en esta tierra no se manejan cubiertos. Lleno el cuenco de caldo con yuca y palmito y mientras se humedecen me centro en los huevos cocidos, un plátano y los suris mientras busco ayuda para cumplir como un buen invitado. La encuentro en el piloto de la chalupa que nos trajo al pueblo -le gustan mis trozos de pollo- y sigo con lo mío. Bebo el caldo, antes de ponerme con el palmito y la yuca, otros dos bocados de altura, mientras voy grabando uno a uno el registro de cada bocado y, sobre todo, el de cada gesto de la gente awajún que me sigue mirando mientras acabo con la mitad de su despensa.

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