El recorrido de Maria Egiziaca de Ottorino Respighi, por los escenarios del mundo —sexta ópera del compositor boloñés, hoy desaparecida de los teatros— fue bastante exitoso. Definida por su autor como “misterio (tríptico para concierto)”, en marzo de 1932 estaba previsto la estrenara Arturo Toscanini en el Carnegie Hall de Nueva York en concierto, pero en el último minuto dejó el podio al propio Respighi. Poco después siguió una ejecución en el Augusteo de Roma y luego, finalmente en agosto, el bautismo escénico en el Teatro Goldoni de Venecia para el segundo Festival Internacional de Música de la Exposición Bienal Internacional de Arte en 1932, en un tríptico con sabor “local” entre El retablo de Maese Pedro de Manuel De Falla y La Granceola de Adriano Lualdi. Siguieron varios estrenos importantes, pero después de la Segunda Guerra Mundial la ópera casi desapareció y también las grabaciones se cuentan con los dedos de una mano siendo la más lograda la dirigida por Lamberto Gardelli para el sello Hungaraton.
Maria Egiziaca volvió en estos días al escenario del Teatro Malibran, en la temporada del Teatro La Fenice. La obra consta de tres episodios, intercalados con dos intermedios sinfónicos, y cuenta la historia de redención, a través del arrepentimiento en el desierto, de María de Alejandría de Egipto, prostituta redimida y luego convertida en santa venerada por la tradición cristiana. La trama tiene como fuente las trescientas Vidas de los Santos Padres de Domenico Cavalca y fue confiada por Respighi al libretista Claudio Guastalla, quien la entonó en versos hoy día totalmente obsoletos, con un sabor vagamente decadente.
La concepción de Pier Luigi Pizzi, responsable de la dirección escénica, la escenografía y el vestuario (con las luces y proyecciones de video sobrias y gélidas en el fondo de Fabio Barettin), se centró en lo esencial, logrando despojar el redundante libreto. El nonagenario director de escena redujo el dispositivo escénico a lo mínimo: una simple plataforma cóncava en el centro que sirve como puerto para el barco de los marineros y como fosa para el cuerpo de María, y un LED-Wall como fondo, que evoca extensiones marinas, símbolos cristianos y paisajes imaginarios para la larguísima travesía del desierto de María, antes del bosque de cruces que acompaña su muerte. También los trajes, desprovistos de connotaciones temporales evidentes, estuvieron impregnados de una gran simplicidad: María estaba envuelta en un vestido verde que resaltaba sus formas, antes de ponerse la túnica penitencial blanca (como el peregrino/ermitaño), que la acompaña en la fosa, mientras que los marineros vestían cortos trajes negros que evocaban una época antigua.
Y es que la musical de Respighi también se inspira en formas musicales antiguas (música modal, cante gregoriano, cante bizantino o cante popular arcaico), bien injertadas en la tradición post-romántica, que a veces parece mirar al modelo wagneriano, suavizado por interludios intimistas camerísticos. Todos estos aspectos se pusieron magníficamente en evidencia en la dirección sensible de Manlio Benzi, muy atenta a las razones del canto, haciendo plena justicia a la variedad presente en la escritura de Respighi. Lo mismo dígase por los intérpretes.
En el escenario, María encontró en Francesca Dotto una intérprete vocalmente madura y sensible capaz de dominar la escritura vocal con hábil fraseo y excelente articulación, demostrando tener también una remarcable presencia escénica. Simone Alberghini fue efectivo tanto en el papel del peregrino que señala el pecado a la protagonista como en el de Zosimo que ayuda a María en el momento de la muerte. Buena prueba fue también la de Vincenzo Costanzo, primero marinero seducido por la protagonista y luego leproso penitente ante el templo de Jerusalén, como la del otro marinero Michele Galbiati. Entre los papeles secundarios, destacaron las intervenciones Luigi Morassi, de Ilaria Vanacore (la ciega, la voz del ángel) y William Corrò (una voz del mar) así como el coro ubicado en el gallinero, que se impuso sobre todo en la apoteosis del final. Si en el primer cuadro destacaron las estatuarias físicas de los marineros y de los cantantes, la bailarina Maria Novella Della Martira – que doblaba a la protagonista en los interludios instrumentales, y a quien se le confió también una escena de desnudo de refinado erotismo– dio una marca de sensualidad a la obra contrarrestando la blancura (en escena), el intelectualismo (en partitura) y el rigor moralista (del libreto y de la fuente).
El Teatro Malibran saldó con éxito el final de la velada, todavía más cuando apareció en el escenario la bandera de la paz que, junto al lema “alto el fuego”, en estos días cierra muchas de las funciones teatrales en Italia: una manera de sensibilizar el público contra los ecos de guerra que el mundo político y mediático enfatizan siempre más, día tras día, como un ‘ejército de sonámbulos’ que nos quiere llevar hacia el desastre.
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