El 16 de septiembre de 1977 fallecía en su casa de París, a causa de un ataque cardíaco, Maria Callas, una de las más grandes cantantes en la historia de la ópera y, sin duda, la más relevante del siglo XX. La imagen de su cuerpo tendido en el suelo, cubierto por una sábana blanca, rodeado por policías, sus dos criados y enfermeros, es la escena que abre la última película de Pablo Larraín, que inauguró oficialmente la sección del concurso de Venecia 81. Maria, título del filme, completa una trilogía dedicada a grandes figuras femeninas del siglo XX, que comenzó con Jackie y Spencer, también presentadas en Venecia en 2016 y 2021, respectivamente.
Esta tercera entrega, podemos decirlo de inmediato, es sin duda la más lograda de las tres, ya que integra a la perfección la interpretación de la actriz principal con la idea central que rige el guion, escrito por Steven Knight. El argumento se centra en la última semana de vida de la gran cantante, que vive una existencia aislada en un lujoso apartamento en el centro de París, acompañada únicamente por sus dos fieles criados italianos, Ferruccio y Bruna. Atormentada por no poder seguir actuando después de haber abandonado los escenarios cuatro años antes, debido a problemas de salud y su dependencia a los medicamentos que le habían dejado sin voz, vive sus días atrapada entre una realidad despiadada y la fantasía de protagonizar una entrevista documental sobre su carrera y, sobre todo, su vida privada. Este enfoque permite a Knight contar una historia en la que realidad y angustia se entrelazan, y que Larraín, con su característico toque imaginativo, logra llevar a cabo sin caer demasiado en los excesos algo surrealistas de sus películas anteriores.
Angelina Jolie como Maria Callas en Maria de Pablo Larraín.
Por un lado, los criados, espléndidamente interpretados por Alba Rohrwacher y Pierfrancesco Favino, intentan ser un ancla hacia la realidad y un freno a la evidente autodestrucción de la cantante. Por otro lado, el recuerdo de la intensa vida de una gran artista, aclamada mundialmente, parece ser la única forma de reconocimiento para una mujer que ha perdido el sentido de su existencia. Si esta es o no la realidad en la que vivió la verdadera María Callas en sus últimos años, tras dejar de cantar (sin duda atormentados, por lo que sabemos de ella), no es lo más relevante para el valor de la película. Esta en realidad logra eficazmente captar el alma de un personaje que vive su pasado como algo que ha moldeado su ser como mujer y artista, pero que también ha sido la causa de un tormento interior sin una posible solución.
Contribuye a este retrato trágico la interpretación que ofrece Angelina Jolie, enfrentada a una tarea dificilísima, ya que el carisma, tanto en la vida como en el escenario, y la alegre melancolía que caracterizaban el rostro de Maria Callas son prácticamente imposibles de recrear, como se puede apreciar en las últimas imágenes originales de archivo de la cantante, mostradas al final del filme. Jolie cumple sin embargo muy bien con su tarea al evitar una simple imitación del personaje original, trabajando magistralmente sobre todo sobre los sentimientos más íntimos de un ser humano, Callas frente a la imposibilidad de gestionar una soledad y un pasado que la consuelan y atormentan al mismo tiempo.
Angelina Jolie como Maria Callas en Maria de Pablo Larraín.
Los episodios de la vida personal y artística de Callas, seleccionados por Larraín y Knight, siguen un marco emocional muy estrecho, como la relación con Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer) o con su hermana Yakinthi Callas (Valeria Golino), dejando de lado otras figuras fundamentales de su vida (como Pier Paolo Pasolini, que fue un gran amor platónico de la cantante) y, sobre todo, su importancia no solo como cantante, sino como gran intérprete del repertorio operístico italiano del siglo XIX y músico. Estos aspectos, sin duda, habrían enriquecido aún más la obra del director chileno, pero no restan importancia a un largometraje intenso y cautivador en todo momento.
Úrsula Corberó y Nahuel Pérez Fanego en un momento de El Jockey.
Menos intrigante, aunque interesante por su planteamiento visual, fue el octavo largometraje del argentino Luis Ortega, que llega al certamen veneciano con un film de evidente corte surrealista, aunque no siempre logra la fuerza que este estilo requiere. El Jockey sigue las peripecias de un excéntrico y nihilista jinete de carreras, Remo Manfredini, interpretado magistralmente por Nahuel Pérez Biscayart. Junto a él está Abril (Úrsula Corberó, conocida por su participación a la serie La Casa de papel), también jinete, que espera su primer hijo, pero se debate entre llevar a término el embarazo o continuar en el mundo de las carreras. El día en que ambos podrían liberarse de sus deudas con el mundo delincuente de las apuestas, Remo sufre un accidente que da inicio a su deambular por las calles de Buenos Aires, con rasgos marcadamente oníricos, en el intento de encontrar un sentido a su vida y su destino.
Úrsula Corberó y Nahuel Pérez Fanego en un momento de El Jockey.
La película se caracteriza por un planteamiento visual marcado por la insistencia en planos que se proyectan constantemente en busca de lo que hay fuera de cada encuadre, una forma evidente de remarcar el carácter de búsqueda del personaje. El enfoque es sin duda original, así como algunas soluciones surrealistas que añaden un toque divertido a ciertos personajes. Sin embargo, a medida que avanzan los minutos, el argumento y el simbolismo se vuelven cada vez más crípticos, lo que hace que la película pierda interés, dejando al espectador cada vez más desorientado.
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