Sin dejar de ser una reconocible película de Carlos Vermut, Mantícora (2022) presenta una importante variación respecto a sus previas Diamond Flash (2011), Magical Girl (2014), y Quién te cantará (2018): lo femenino como motor argumental deja de ser predominante.
Es cierto que Diana (Zoe Stein) es un personaje complejo, en absoluto episódico, pero como mucho comparte protagonismo con Julián (Nacho Sánchez), que a mi modo de ver sí es el verdadero eje sobre el que gira toda la película. En Mantícora, pues, lo femenino queda, como mínimo, diluido.
Sin embargo, antes de Mantícora no era arriesgado afirmar que el mundo de Carlos Vermut era femenino. Apenas había espacio en ninguna de sus tres anteriores películas para la masculinidad. Quizás el Damián (extraordinario, como acostumbra, José Sacristán) y el Luis (Luis Bermejo) de Magical Girl serían lo más cerca que ha estado Vermut de otorgar un protagonismo indiscutible a un personaje masculino. Es una tendencia que con Quién te cantará adquirió un significado pleno: los cuatro personajes que acaparan la atención argumental (la cantante retirada, su mánager, la cantante de karaoke y su joven hija) son mujeres, y no existe en la película ni un solo personaje masculino de entidad.
Esta tendencia se rompe abruptamente con Julián, que es el eje sin el cual Mantícora no existiría. Imagino que el tema de fondo que subyace a lo largo de toda la narración, la pederastia, obligaba a este cambio de enfoque si no se quería caer en una espinosa paradoja: en el imaginario colectivo, la pederastia es una acción cometida siempre por hombres, algo que refrendan las elocuentes cifras (de 2019) proporcionadas por la Policía Nacional que detallaban que 99 de cada 100 detenidos en España por crear, distribuir y consumir pornografía infantil son hombres.
Pese a esta introducción, y a pesar también de que la pederastia es un asunto importantísimo aquí, estamos ante una película de Carlos Vermut, no lo olvidemos. Esto significa que no vamos a encontrar en Mantícora una aproximación precisamente convencional al tema de la pederastia, que aquí no es ninguna excusa para desarrollar ni una trama policiaca ni un drama alemán de domingo por la tarde. Me atrevería incluso a decir que la pederastia, aunque por lo grave del asunto llega a contaminar inevitablemente buena parte (si no todo) del relato, no es lo que más le interesa a Vermut. De hecho, el momento en el que la película más se aproxima a una representación gráfica de la pederastia está resuelto con un particular fuera de campo.
Lo que de verdad interesa mostrar a Vermut es lo mismo que en sus anteriores películas: unos personajes en permanente zozobra emocional, quebrados por el destino, como la Violeta de Diamond Flash (Eva Llorach), cuya hija ha desaparecido en una excursión del colegio; o la Bárbara (Bárbara Lennie) de Magical Girl, objeto de un chantaje que le obliga someter su cuerpo a los caprichos de una oscura sociedad (¿secta?) en un desesperado intento por mantener en secreto su adulterio; o la Lila (Najwa Nimri) de Quién te cantará, tan frustrada por no poder volver a ser ella misma a causa de una amnesia, que debe de ayudarse de una admiradora suya para que le enseñe a ser la cantante que fue.
O el Julián de Mantícora, seguramente el personaje más arriesgado hasta la fecha en la filmografía de Vermut, por masculino y por el terrible conflicto moral que arrastra. Un personaje que lucha desesperadamente por ignorar, por enterrar, por esconder(se de) su pulsión pedófila. Un personaje que busca en su relación con Diana, más que la curación, la redención de sus pecados: con Diana puede encontrar la paz interior necesaria para mantener a raya ese impulso inconfesable.
Vermut arriesga con Julián también, porque Julián es un monstruo. No es nada casual, y define al personaje a un nivel subliminal, que Julián se gane la vida diseñando precisamente monstruos de videojuegos. Como tampoco es fortuito, y opera igualmente a un nivel subliminal, que el aspecto físico de Diana sea bastante aniñado: el monstruo interior extendiendo sus tentáculos en esa atracción física por una chica con cara y cuerpo de niña.
Y es que seguramente Mantícora es, por encima de cualquier otra consideración, la historia de un monstruo social que, por su naturaleza, no debería pertenecer a nuestro mundo, y que sin embargo lucha desesperadamente por integrarse en él con la esperanza de pasar inadvertido, de que nadie repare en su monstruosidad. Aunque, de hecho, el niño que es a la vez su vecino y su perdición es quien, en su inocencia, retrata desde el principio dicha monstruosidad de manera gráfica cuando dibuja a Julián con cabeza humana y cuerpo de león, que es exactamente lo que es una mantícora, palabra por cierto no aceptada de momento por la Real Academia Española.
Una mantícora es una criatura mitológica con cabeza humana, cuerpo de león, y cola de dragón o escorpión. Etimológicamente, la palabra “mantícora” tiene su origen en dos vocablos persas que significan “hombre” y “devorar”: una mantícora es, pues una “devoradora de personas”. Así que, al fin y al cabo, Mantícora no sería sino un cuento atroz acerca de cómo la pederastia aniquila a las personas. Pero no solo (por supuesto) a las que son impunemente atacadas en un acto pedófilo, sino también a las que atacan.
Posiblemente “sobre todo” a las que atacan. Quizás por eso sea la víctima quien sale indemne de este cuento y sea el pedófilo el que encuentra un destino cruel, como cruel es el destino de Marta, la hija de Violeta en Quién te cantará. O el de Luis en Magical Girl. O el de Lucía y Lola en Diamond Flash. Todos ellos, a su manera, monstruos en sus respectivos relatos.
Seres triturados por su naturaleza. Personajes destruidos por su destino. Vermut en estado puro.
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