El primer diálogo que tiene en Mandy Jeremiah, el líder de la secta en torno a la cual gira toda la película, es con una de sus discípulas, una mujer mayor y bastante ajada por el paso del tiempo. El engreído gurú maltrata psicológicamente a la mujer y, justo después, pide que le dejen a solas con la integrante de la secta más joven y guapa. La película no lo muestra, pero todos sabemos para qué ordena esa intimidad.
Aunque no lo parezca, este es un momento clave de la película, porque nos demuestra de qué va realmente el culto que Jeremiah lidera y, por extensión, también nos revela uno de los principales temas ocultos bajo la aparatosidad visual de Mandy. La lucha de lo nuevo contra lo viejo, la rebelión de lo antiguo contra lo moderno. Jeremiah prefiere lo joven a lo mayor, de la misma manera que la secta representa lo moderno y otorga a las corrientes vidas de sus víctimas un estatus de mediocridad, de caduco.
En efecto, la vida de Red y Mandy es corriente y tradicional. Trabajan de día, duermen de noche en su casa en mitad del bosque y cenan mirando la tele, como cualquier otra persona. La abrupta y violenta intromisión de Jeremiah y los suyos acaba con esta existencia ordinaria y da paso a la segunda mitad de la película, la de la venganza.
Mandy es una película que necesita al menos dos visionados, para no caer en la ligereza de suponer que la parte de la venganza es más oscura que la primera mitad de la historia. En realidad, la visión de Panos Cosmatos del amor es bastante siniestra ya desde el minuto uno: los momentos de paz de Red y Mandy, ciertamente breves, destilan inquietud y misterio. Sí, se quieren, se abrazan, duermen juntos, pero el envoltorio visual de Cosmatos es tan onírico, tan perturbador, que es imposible abstraerse del fatalismo que rodea la existencia de esta pareja.
Que el amor es dolor es algo que la película dejará meridianamente claro en su segunda mitad, cuando Red ejecuta su venganza sobre los miembros de la secta. Nicolas Cage, en una de sus interpretaciones más brillantes, resuelve su personaje con el histrionismo que era de esperar, pero aportando una capa más de enajenamiento mental con esos ojos perpetuamente boquiabiertos y ese silencio de ultratumba, lo que al final convierte sus acciones en una especie de plaga divina. Es un huracán de sangre y dolor ejecutando la justicia que le fue negada en el asalto a su hogar, por parte de la secta. Es un ser envuelto en angustia buscando consuelo en lo más profundo y abyecto del espíritu humano, en las tinieblas del alma de las que es imposible escapar una vez se cae en ellas.
Las drogas alucinógenas juegan un papel esencial en esta caída al abismo. Las drogas no son solo moneda de cambio de la secta para conseguir cosas, son también usadas por ellos mismos antes de cometer actos de violencia, exactamente igual que hiciera en su día Charles Manson, personaje con el que la historia guarda alguna similitud, por cierto. Pero sobre todo las drogas son pasaportes a la experiencia extrasensorial, y bajo sus efectos caen no solo Jeremiah y sus discípulos, también Red en un momento avanzado de la película. Las drogas, pues, mueven los mundos de los protagonistas, no solo lo alteran sino que acaban dándole un sentido vital: es a partir de sus consumo que los personajes se muestran más desnudos y, por lo tanto, sus actos son más obvios y previsibles.
Sangre, dolor, drogas… y rock and roll. Porque si algo es Mandy es, desde luego, una enorme canción de heavy metal de dos horas de duración. Las referencias a este género son numerosas, desde las más obvias, como la camiseta de Black Sabbath que lleva Mandy cuando se cruza por primera vez con los miembros de la secta, hasta la composición musical del malogrado Jóhann Jóhannsson, apuntalada por siniestros golpes de guitarra y pesados ritmos de batería, o incluso la cita inicial que abre la película, toda una declaración de principios.
Sin pasar por alto, por supuesto, que la particular concepción visual de Panos Cosmatos es como si la portada de un disco de heavy metal de los 80 hubiera cobrado vida. Aquí conviven paisajes boscosos iluminados con luces de fantasía, siluetas recortadas en contraluces demoníacos que anuncian la llegada de la tragedia, y personajes aberrantes cuya estética parece sacada de Hellraiser, quizás no en vano uno de los productores ejecutivos de Mandy es Christopher Figg, quien le produjera a Clive Barker aquella inolvidable pesadilla. Todo vale para que el descenso a los infiernos del protagonista sea más una experiencia impactante que una narración convencional: también hay filtros que espesan la imagen en un rojo del averno, efectos caleidoscópicos que casi parecen heredados del Tony Scott más gamberro…
Y el fuego, el fuego que repara todos los pecados de la mediocridad y que en Mandy tiene tanto protagonismo. No ya porque más de un personaje (y no solo secundario) muera calcinado, sino por su función purificadora: el fuego sirve a la secta para purgar a sus víctimas, pero también acaba al final con el principal símbolo de dominación que utiliza Jeremiah. Las llamas son un símbolo del infierno que se abate sobre todos los personajes de esta película, y es que todos sucumben a una oscuridad existencial ya sea autoprovocada, como en el caso de los miembros de la secta, o infringida, como en el caso de Red y Mandy.
Panos Cosmatos ha logrado sin duda un milagro de película. Bajo su apariencia de vulgar revenge movie (insisto: hay que verla al menos dos veces), Mandy oculta una dantesca exploración del amor y del dolor humanos. Cada muerte, cada explosión de sangre, cada momento de violencia extrema, es al mismo tiempo un beso cálido y un grito de tormento. Lo que consigue esta extraordinaria cinta es una experiencia abrumadora: agitar conceptos como el dolor, la muerte, y el amor, para proyectar sobre la pantalla una ceremonia desconcertante de sangre a borbotones y rock and roll a todo volumen.
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