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Los sonidos de nuestro malestar

En Música miércoles, 17 de febrero de 2021

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Son la generación que nada espera porque nada se les prometió. El desencanto no es tal cuando no hay lugar para el encantamiento, cuando los nubarrones sobre el porvenir vienen ya de serie. Como escritos en el ADN. Hay una hornada de músicos que ha crecido con las crisis económicas (ni siquiera hace falta entrar en la quiebra de valores éticos) como un paisaje inalterable. La foto casi fija de un estado fallido dentro de otros desajustes. Una sistémica carcoma del statu quo que adquiere tintes congénitos, como un error 303 que corroe el disco duro hasta llevarlo al borde del colapso. Igual da que sea una crisis crediticia, bancaria, territorial o sanitaria: a perro flaco, todo son pulgas.

Al mal tiempo, siempre nos quedará la poética. Y componer canciones que alberguen significado y significante, aunque solo sea a modo de terapia personal. Y que esos cauces de difusión que solo generan dividendos para las compañías telefónicas y la gran plataforma de streaming al menos nos permitan que se nos pueda oír en Malasaña, en Canberra o en Vladivostok. Pobres, pero virales.

Hay toda una generación de músicos españoles, los que tienen ahora entre 15 y 30 años, a quienes cuesta asignar un sello común en cuanto a su formulación sonora, pero sí en cuanto al reflejo que proyectan de una patología muy propia de nuestro tiempo. Sí, se dirá –con razón– que la desazón, ya sea en forma de teenage angst o de esas cornadas que da la vida cuando llega el momento de asumir responsabilidades (glups) adultas, ha sido siempre el combustible fundacional de gran parte del mejor pop y rock desde que ambos tienen ese nombre. Pero circula ahora mismo una divisa común que fluye en viñetas de descreído y a la vez candoroso cinismo, de una ironía que ni siquiera es postmoderna porque carece de ese complejo de superioridad moral, como de fin de la historia fukuyamiano, que bullía hace quince o veinte años.

Es un pálpito que no renuncia al enunciado de emociones en carne viva, honestas y abiertas en canal, pese a los jalones de lógico escepticismo que bordean su magullado trayecto. Son los últimos transeúntes de esa zanja abierta en nuestro país desde principios de los 2010, en paralelo a ese valle de lágrimas que en el ámbito anglo inauguraron las apesadumbradas letanías de Lana del Rey y Billie Eilish sublimó con mucho menos maquillaje noir, hasta desembocar en el balsámico mensaje de empatía fomentado por Arlo Parks como momentáneo epílogo. Y cuesta poco, muy poco, empatizar con todos ellos.

Son nombres como los de Marcelo Criminal, Confeti de Odio, Cabiria, dani o Daniel Daniel (esto último no es un juego de palabras, aunque lo parezca). Emisarios de mensajes de hiel envasados en tarros de miel, porque saben muy bien que la letra no solo (también) sin sangre entra, sino que puede así llegar a permear con más eficacia. Herederos, en cierto modo (así de rápido vamos), de Primogénito López, Alborotador Gomasio, Los Lagos de Hinault y otras formaciones de nombre imposible, que siempre tuvieron la acidez doméstica de Stephin Merritt (Magnetic Fields), David Rodríguez (La Estrella de David) o Joe Crepúsculo al frente de su devocionario particular.

Son también gente como Goa, Albany y otros adalides de ese emo trap que conecta con la angustia adolescente de aquel emo punk noventero que tanto se llevaba cuando ellos aún no habían estrenado dientes. Son muchos más con la misma problemática y con similares respuestas, desde presupuestos sónicos muy diversos, cuya enumeración sería más larga que la lista de la compra mensual. Heraldos a su pesar de un malestar larvado desde la más tierna adolescencia, la de esa generación que no ha conocido guerras, dictaduras, teles en blanco y negro ni, desde luego, cartillas de racionamiento ni cándidas utopías, pero tampoco una creencia fundada en un futuro que se sacuda de encima la precariedad crónica, el menudeo en trabajos de mierda y esa inestabilidad permanente en lo material, que conduce a la perenne inestabilidad en lo emocional. Todos hacen canciones porque es lo mejor que pueden y saben hacer ante semejante panorama.

Alguien me dijo hace poco que lo que pretende todo artista, ya sea escritor, cineasta, pintor o músico, es fijar su momento. Hacer que el tiempo vivido se convierta en algo sólido, un lugar al que poder acudir como ancla referencial cuando la sucesión de modas engulla el recuerdo de todo lo que vivimos hace diez, veinte, treinta o cuarenta años.

Quién sabe si todos estos músicos lograrán algo parecido. O qué será de ellos en unos años. Si habrán superado la criba del tiempo, si habrán trascendido lo efímero en ese campo de minas que es una industria bombardeada por el presentismo de las redes sociales, por las paladas de lanzamientos discográficos de cada viernes, por el goteo inmisericorde de singles y videoclips a los que apenas tenemos tiempo de prestar unos segundos de atención.

De momento, ahí están. Plantando al mal tiempo buena cara, contándonos a su manera qué se cuece, explicándonos su momento, que es también el nuestro, con manojos de canciones vibrantes.

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