«En algunos minutos el film se va a terminar. Dejarán ustedes la sala y la mayoría encontrará un mundo sin guerra. Es así el nuestro, y sabemos hasta qué punto es fácil olvidar ciertas realidades. Estamos lejos de Vietnam, y el Vietnam de nuestras emociones e indignaciones está tan lejos del Vietnam verdadero como lo estaría la indiferencia… »
Loin du Vietnam (Jean-Luc Godard et al., 1967)
La Guerra de Vietnam es, con diferencia, el acontecimiento histórico más cantado de los años sesenta. Desde álbumes conceptuales hasta pequeños mítines entre canciones, la denuncia de esta guerra vibró en las mejores gargantas de la época. Las razones no escaseaban: la batalla, encarnizada, se cobraría las vidas de varios millones de vietnamitas y unos sesenta mil soldados estadounidenses, sin contar decenas de miles de suicidios de veteranos. El gasto militar de los Estados Unidos en Vietnam del Sur 1953 y 1974 supera el billón de dólares actuales. Todo ello para acabar perdiendo un conflicto que sembró el caos en la región indochina y se coronó como la más célebre de las guerras subsidiarias entre las superpotencias de la Guerra Fría.
Como otras guerras, la de Vietnam nació de la paranoia y murió por soberbia. Lyndon B. Johnson declaraba en 1963, días después de jurar el cargo: «No voy a perder Vietnam. No voy a ser el presidente que vio al sudeste asiático ir por el camino que tomó China». Richard Nixon en 1969, año de su elección, seguía jactándose: «Entendámoslo: Vietnam del Norte no puede derrotar o humillar a los Estados Unidos. Solo los americanos pueden hacer eso». Apenas seis años más tarde, los envanecidos americanos no podían creerse que un pequeño país indochino hubiera podido con la tecnología punta de su ejército.
Otra cosa que nadie se esperaba era que la sangría fuera a durar tanto. La guerra se alargó lo suficiente como para volverse profundamente impopular. A partir de las primeras manifestaciones masivas en Estados Unidos en 1964, las protestas se extendieron por todo el hemisferio occidental y acabaron alcanzando los puntos más insospechados del orbe, como ha documentado el espeluznante Museo de los Vestigios de la Guerra en Saigón. Se calcula que de 1969 en adelante los norteamericanos favorables a la guerra no sumaban un 40%. En varias ocasiones a partir de 1967 las protestas fueron sofocadas mediante la violencia, lo que manchó aún más la imagen de Estados Unidos ante el mundo. Y sin embargo, la carnicería en Vietnam siguió y siguió: su duración total fue de veinte años.
La contracultura norteamericana nació, en cierto sentido, a la sombra de Vietnam, y tuvo en esas protestas su primer llanto. Pioneros de la psicodelia como The Fugs y Country Joe & the Fish se conocieron en movilizaciones como las de la Universidad de Berkeley o el neoyorkino Greenwich Village. Desde Jefferson Airplane y Grateful Dead hasta Ken Kesey o Martin Luther King, denunciar la guerra en curso pasó a ser un rito de iniciación para todo aspirante a icono generacional. Incluso los artistas menos sospechosos de simpatías comunistas, como Creedence Clearwater Revival o Jimi Hendrix, se subieron a este carro de no-guerra.
El mundo de habla hispana, bajo la sombra alargada del comunismo político, prefería ensalzar la figura carismática de Hồ Chí Minh. El líder de los comunistas norvietnamitas recibió odas de cantautores militantes —pero tan diversos— como el cubano Pablo Milanés («Su nombre puede ponerse en verso»), el venezolano Alí Primera («Inolvidable Ho Chi Minh» y otras) o los chilenos Víctor Jara («El derecho de vivir en paz») y Rolando Alarcón («La balada de Ho Chi Minh»).
Lo intrigante es que pocos americanos alcanzaban a representarse aquel país remoto que ocupaba los titulares de cada día. Los estudiantes masacrados el 4 de mayo de 1970 en Ohio, por oponerse a la Cambodian incursion de Nixon, perdieron sus vidas en defensa de un mundo envuelto en un halo de misterio (lo que, por supuesto, los honra). La familiaridad de los curiosos con la música o la cultura vietnamitas se solía reducir a la parafernalia revolucionaria del Partido Comunista más cercano. Escudriñaban, por ejemplo, rarezas como las antologías Generazione Vietnam (1975) o Vietnam Canta A Cuba – Cuba Canta A Vietnam (1969), donde una serie de dedicatorias por artistas cubanos señeros es correspondida por coros vietnamitas sin identificar, de inspiración rusa. Los que más, conseguían alguna traducción parcial de poemas y artículos del letrado Tío Hồ (Chí Minh).
Nada de esto, por supuesto, era representativo de la vida y las costumbres del vietnamita de a pie. La pompa del Partido Comunista Vietnamita, sus coros de partisanos y su intelligentsia prosoviética quedaban a años luz del campesinado de arrozal que, con azadas y cuchillos como armas, se enrolaba en la guerrilla del Vietcong para enfrentar la desnutrición y el Agente Naranja, con un coraje rara vez igualado en la historia reciente. Y tanto unos como otros se revelaban conservadores y estereotipados al compararlos con la subcultura juvenil que se iba gestando, de forma tímida, muy tímida, en las calles de la ciudad de Saigón.
Pues la «Guerra de Resistencia contra América», como se la conoce hoy en Vietnam, no solo produjo, con el tiempo, cientos de hijos no deseados y veteranos arrepentidos alistados en oenegés. En las pausas de los juegos de la guerra, se avistó también, por momentos, un grado de entendimiento entre aquellos militares norteamericanos y los nativos vietnamitas con quienes tenían que vérselas cada día. Una fascinante hibridación de las dos culturas, que el trepidante curso de los acontecimientos casi borró de la historia.
Los jóvenes que iban a Vietnam –algunos sin habérseles consultado su opinión– no siempre formaban parte de los sectores más conservadores y belicistas de la sociedad estadounidense: muchos procedían de clases humildes o del mundo universitario. Tampoco estaban todos empleados en primera línea de fuego, pues se requería personal para cubrir puestos administrativos y diplomáticos. Lo cierto es que en los cuarteles yanquis se podían escuchar los himnos pacifistas de Pete Seeger y Bob Dylan, a la par que se enseñaba a disparar a «ratas amarillas». No olvidemos que muchos de los militares tenían menos de veinte años: estos jovenzuelos llegaban al Vietnam con sus casetes y unas radios a pilas capaces de sintonizar, incluso en el campo de batalla, la Armed Forces Vietnam Network (AFVN), que emitía la flor y nata de la América pop.
Aunque existía una gran distancia cultural y lingüística entre los americanos y sus aliados survietnamitas, estos no tardaron en acceder a las últimas novedades tecnológicas, artísticas y comerciales de los Estados Unidos. Como recalcaba un periodista local, Vietnam tuvo el privilegio, único en la región, de estar a solo unos meses del mundo euroamericano. Es significativo que los clásicos de la canción vietnamita de la época sean artistas influenciados por la música que venía de América, y bastante antipáticos para el futuro gobierno comunista. Por ejemplo, Phạm Duy, exiliado del país y censurado por el gobierno desde la victoria en 1975 hasta 2005; o Trịnh Công Sơn, cuyas composiciones antibélicas e intelectuales le merecieron el apodo de «El Bob Dylan vietnamita» –según la leyenda, conferido por una Joan Baez más políglota de lo que se pensaba–, y también el ser enviado a un campo de reeducación al finalizar el conflicto.
En Vietnam del Norte, bajo la férula de las autoridades comunistas, la industria del entretenimiento estaba estrictamente censurada desde 1954, por razones de moral revolucionaria. Es comprensible, pues, que la contracultura se infiltrara sobre todo en Saigón (hoy llamada Ciudad Ho Chi Minh), capital del proestadounidense (y hasta principios de los sesenta, polémicamente procatólico) Vietnam del Sur. Los jóvenes soldaditos yanquis apostados en la ciudad necesitaban sexo, drogas y rocanrol tanto como sus pares en territorio americano, y en torno a ellos se fue construyendo toda una industria destinada a cubrir sus ratos libres.
El resultado fue un curioso sincretismo entre los ocupantes y los autóctonos. Los hippies que en Occidente adoptaron la causa pacifista movidos por los horrores de Vietnam nunca adivinaron que sería precisamente la guerra la que traería a los vietnamitas la filosofía hippie.
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