La vida no será de color de rosa, pero hay momentos en los que se está más cerca, como bajo la luz de una copa de vino rosado.
Puede parecer naïf, pero en esos días en el que el sol y el cielo azul te saludan desde el balcón y el aire fresco se cuela bajo la ropa, cierto entusiasmo de colegiala te lleva a salir de casa en busca de una botella (o dos) de vino rosado para vestir la mesa de primavera. Difícil encontrar una paleta de color tan evocadora como la de los vinos rosados: Rosa palo, salmón, magenta, frambuesa, sandia, flor de cerezo,ciruela, lichi, granada…
Imposible no hallar entre tantos matices el tono que te acompañe en un aperitivo o en una tarde ligera de equipaje, como infinitas son las variedades de uva que hacen posible este pantone de emociones y que varían dependiendo de las zonas y de los países. Pero no es momento de hablar de ellas, sino de fijarse en la alquimia del tiempo que se dejará que el mosto macere con los hollejos y despliegue semejante abanico de colores y aromas.
¿Pero qué sucede si te topas con tus propios prejuicios? Me quedé dudando frente a las escasas referencias en los estantes de una tienda especializada, acostumbrada a rendirme ante el festival de vinos tintos. Cuesta hacernos cambiar de hábitos. No hace tanto, en una tertulia de vino, se menospreciaban los vinos rosados. Frente a la moda de vinos carnosos y oscuros como una noche pintada con tinta china, aquellos eran tomados como vinos poco serios, fáciles o lo que ya era el colmo, considerados vino para mujeres. Un concepto que, por otro lado, nunca he llegado a entender muy bien. El de mezclar el tanino con la testosterona.
Nos vendieron la idea de que en el mundo de los vinos no cabía el humor, la frescura, la espontaneidad incluso la feminidad como valores añadidos. ¿Cuándo nos creímos que la liturgia alrededor del vino tenía más valor que el propio disfrute al beberlo, al compartirlo?
Pero volvamos a la primavera. Por suerte, la labor de bodegas históricas tanto en Navarra, Cigales , Somontano y otras regiones vitivinícolas con tradición en su elaboración, la fidelidad de productores y consumidores que no se dejaron medrar por las modas, los vinos rosados continuaron amenizando platos y fiestas. También gracias a los artículos en ciertas revistas especializadas que abrieron los ojos a otras tendencias en el resto del mundo y, finalmente, al esfuerzo desinteresado de algunos sumilleres que siempre han ofrecido joyas teñidas de rosa en las cartas de los restaurantes para que, poco a poco, fueran recuperando su espacio, el que les toca, sin comparaciones con blancos o tintos, tan sencillos o complejos como los demás. Su consumo sigue yendo e irá por detrás de los blancos y a años luz de los tintos. Pero no deja de ser significativa la reivindicación que desde diferentes ámbitos se les está dando en este país. En Francia, Gran Bretaña o Estado Unidos, no necesitan ya de presentaciones.
Aún recuerdo mi sorpresa frente a la intensidad de un Pago del Vicario petit verdot la primera vez que lo probé , la golosina en vena de un Brunus en una noche de verano en Xàbia o el jardín aromático de un Cesilia, tan alejados entre ellos como la distancia geográfica que les separa. Más cerca de casa, en la D.O Utielrequena cómo no, con la variedad bobal como abanderada, también llegan buenas noticias en torno a la calidad de estos vinos y, sobre todo, al auge de su consumo más acorde con las costumbres gastronómicas actuales y para nuestro clima.
Perfectos para algunos arroces, pastas y ciertos platos de influencia asiática. Clarete fugit, es tiempo de verbenas.
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