Hermosos y malditas abre microsección dedicada a responder la pregunta clásica de Esperanza la del Maera. Milan Kundera y nuestro director de terror preferido, John Carpenter, improbables referencias de la cantante sevillana, se presentan en programa doble al endemoniado ritmo de Triana Pura.
Él dice que es feliz en la montaña
que hace mucho tiempo que no sale
Triana Pura, Probe Migué
Milan Kundera y John Carpenter hace mucho tiempo que no salen. Y lo llevamos, mal, muy mal, fatal. Con Carpenter (New York, 1948) entramos nuestra adolescencia al cine, no sólo al de terror, y le seguimos, pero no como Sofía Mazagatos seguía a Vargas LLosa, no, qué va, de Carpenter lo vimos todo en cuanto se acabaron Hitchcock y Truffaut. Kundera (Brno, 1929) fue, por su parte, nuestro escritor de los años noventa.
Sí, a aquellos que nacimos el año que pisaron la Luna y asesinaron a Sharon Tate -y sobre todo a aquellos que fuimos capaces de entrever la terrible afinidad de ambas profanaciones- el boom de la literatura iberoamericana nos pareció desabrido en comparación con lo que vino de la República Checa después: el estilo sexy e imaginativo de la letra bohemia de ese pequeño país en el centro de Europa donde se luchaba contra la seriedad del soviet como antes contra la garrulería del capital: en la estela de Kafka y Hašek, al vitalista ritmo de Hrabal, Leoš Janáček, la cerveza y el Jazz.
A Kundera y a Carpenter les disfrutamos dos veces a la vez: a) en el cineforum de un colegio salesiano esperando Asalto a la comisaría del distrito 13; b) siguiendo las aventuras del Serpiente en Nueva York, en el Autocine Star, programa doble: llevábamos un libro del checo para el intermedio o quizás para disimular que íbamos solos.
De Kundera también leímos todo, de forma desorganizada es verdad. Nuestro comienzo, en todo caso, no pudo ser mejor La insoportable levedad del ser (1984) es su obra maestra. La digresión musicalmente intercalada y la forma de imbricar dos tramas: la pequeña historia y la gran Historia, en el marco de la inllevadera carga de ser-sólamente-una-vez, fue todo un arrebato de nostalgia y vitalismo nietzscheano.
Leímos después sus obras anteriores. Con La broma (1967) y La vida está en otra parte (1972) comprendimos el ridículo que esconde la sed de poder y la crueldad, su continuo amor-tensión (en la base de la desaparición de Kundera la última década) con el comunismo: la impermeabilidad frente al humor de todo dogmatismo. Los relatos de El libro de los amores ridículos (1968) destilaban más mala leche que Están vivos, la película de Carpenter sobre el neoliberalismo como invasión alienígena. La despedida (1973) y luego el paseo en barca más triste de nuestra vida que dimos con El libro de la risa y el olvido (1979).
La Francia posmoderna no era la de Diderot y Kundera lo notó. Al desencanto y negra comicidad de La inmortalidad y La identidad siguieron en nuestra lectura La lentitud (1995) -escrita ya en francés- y La ignorancia (2000), pura irreverencia checa, metafísica del extranjero, variaciones del extraño, poesía ambigua del exilio ¿y luego qué?
Hace unos años terminamos los ensayos El arte de la novela, Los testamentos traicionados y El telón, también la obra de Jaques y su amo y nos preguntamos ¿qué le estará pasando al probe Milan que hace mucho tiempo que no sale?
Supimos que hablaron mal de Milan quienes nunca le perdonaron que se riera de ellos, aunque quizás se riera de ellos pero también con ellos. Milan, exiliado en Francia, censurado en Chequia, Milan se fue de Francia a la montaña. Tusquets sacó en 2009 Un encuentro pero su tercera reflexión de la memoria y el arte, no era propiamente un regreso.
Ahora, hace nada, sí que ha regresado el probe Milan y sabemos mejor qué pasaba. Kundera estaba en la montaña riéndose del mundo, empezando, como debe hacerse, por él mismo. Una anigua amiga que trabaja en un after de París me ha enviado, de madrugada cómo no, un ejemplar de La fête de l’insignifiance, traducido a un castellano peor que el de la Moura. Tienen las páginas poso de cubata, delirio y rastros de carmín.
En España aparecerá en septiembre y se llamará La fiesta de la insignificancia, título espléndido, filosóficamente ejemplar. Carpenter también ponía música a sus historias y hacía fiesta de la insignificancia, una película con un presupuesto insignificante (Dark Star, 1974), pero de eso hablaremos en 15 días.
Continuará…
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