Eleanora Fagan Gough, más conocida como Billie Holiday (Filadelfia, 7 de abril de 1915) fue una de las más grandes y talentosas cantantes de jazz del siglo XX, aunque eso es algo que ya sabíamos. No hay más que escuchar sus discos y dejarse llevar por esa voz tan característica de mezzosoprano para darse cuenta de que estamos ante algo fuera de lo común, que se distinguió de entre la multitud de cantantes y músicos de la época. Y es que nunca más se ha vuelto a oír algo así, ni en la escena jazz ni en ninguna otra desde que nos dejó en 1959, a la edad de 44 años.
Como decía, todo eso ya lo sabíamos. Pero, ¿qué más nos puede ofrecer Lady Day a día de hoy, una vez dejado este mundo tantos años atrás? Sus memorias Lady sings the blues (Maxi Tusquets Editorial, 2015), por supuesto, narradas en primera persona y de su puño y letra —con la colaboración de William Dufty— escritas y publicadas en 1956, tres años antes de dejarnos. Es esta una historia terrible, vertiginosa, asombrosa y llena de coraje y poder, una narración que nos lleva desde los infiernos hasta el mismo cielo para volver a descender y levantarse una vez más.
En ella se plasma una vida turbulenta, marcada por los abusos, la droga, las malas compañías —aunque también por las buenas— y la segregación racial, con todas sus consecuencias. Pero sobre todo, la historia de una mujer que se enfrentó con valor y tenacidad a un mundo de hombres y que triunfó —a base de duro trabajo—, hasta convertirse en una leyenda.
Tal vez lo que más llame la atención de estas memorias es la propia voz narrativa de Holiday, constante, basta y desvergonzada. Es casi como tenerla a un metro de distancia, gesticulando exageradamente y alzando el tono de voz en los momentos en los que la historia lo solicita, o susurrando melancólicamente en otros tantos, escupiendo al hablar y consiguiendo mantener constantemente la atención del lector. Billie nos guía por los grandes cuatro temas de su vida: la música y su lucha por hacerse un hueco entre los grandes; la discriminación y segregación racial que vivió a lo largo de la primera mitad del siglo XX; los hombres de su vida, ligado al maltrato físico y psicológico que soportó a causa de estos; y sus adicciones, las cuales le llevaron a prisión en más de una ocasión.
Lady Day comienza su historia rememorando su infancia, esbozando una panorámica de su núcleo familiar, su niñez y adolescencia. De sus primeros amores y del estrecho vínculo que forjó con su madre, que perduró hasta el día de la muerte de esta. Lo narra como si aún recordara el olor de Baltimore, o el sonido de los primeros singles que escuchó de Louis Armstrong, o los primeros instantes en que entendió las diferencias entre blanco y negro, aún sin alcanzar a comprender en su totalidad la influencia que tendría en su vida el tono de su propia tez.
Esto último será la gran lucha a la que se verá arrastrada, junto con la batalla frente al sexismo a la que tuvo que encararse, en una profesión y un mundo gobernado por hombres. La industria le pondrá verdaderamente difícil dedicarse profesionalmente a la música sin arruinarse en el intento. Irá ascendiendo paulatinamente hasta alcanzar la fama pero siempre llevará esa lastra consigo. No solo la de ser negra en un mundo de blancos, sino también la de ser mujer.
La lectura resulta realmente dura cuando el lector es consciente de que los primeros síntomas de racismo que ella narra del comienzo de su vida o su carrera, no son solo más que un principio muy light de lo que vendrá después. Le prohibirán cantar en clubes, alojarse en hoteles, comer en restaurantes o usar baños públicos. Le llamarán “negra”, “negrita” y demás calificativos de manera despectiva y discriminatoria. Le escupirán y tratarán de menospreciar de todas las maneras posibles. Pero ella combatirá todo esto con una personalidad y un carácter fuerte y valiente, que la llevará a demostrar a todos aquellos desalmados cuánto vale y qué poco importa el resto. Nunca serás nada, eres una negrita barata, le dice una mujer tras una de sus actuaciones. Más vale que nuestra Lady Day la abofeteó con todas sus fuerzas.
Igualmente la lucha frente a las autoridades será otra de las grandes batallas de su vida, provocada por la pertenencia, consumo y adicción a los estupefacientes. Pasé el resto de la guerra en la 52 y en algunas calles más. Tenía vestidos blancos y zapatos blancos. Y todas las noches me llevaban gardenias blancas y polvo blanco. Así comienza al capítulo 14 (titulado “I’m Pulling Through”), dejando ver entre líneas cómo era por aquel entonces su vida nocturna. La diurna consistía en fumar algo extraño que su hombre (my man, como ella los llamaba) Jimmy Monroe consumía. Entonces Jimmy comenzó a dejar que me colocara con él. Mi matrimonio se estaba yendo a pique y en esa época me enganché, confiesa con firmeza al lector.
Sus entradas y salidas de los centros penitenciarios serían a causa de la posesión ilegal de estas drogas. Lo único que sé es que cuando estaba enganchada nadie se metió conmigo, ni las leyes, ni los polis, ni los agentes federales. Y nadie me siguió los pasos. No me persiguieron hasta que hice un esfuerzo sincero por salirme. El responsable logró cambiar el curso entero de mi vida. Nunca lo perdonaré, escribe acusando a las instituciones de su falta de moral e hipocresía ante sus intentos por desengancharse.
En la cárcel, Billie Holiday seguiría siendo Bille Holiday, aunque reclusa. Seguiría blandiendo ese carácter y actuando como solo ella lo haría, aunque no abrirá la boca para cantar en ningún momento. Acepta su condena y una vez cumplida, vuelve a levantarse una vez más con la fuerza de una leona. Finalmente, se enfrenta a la adicción y escribe: La droga nunca ayudó a nadie a cantar mejor, ni a tocar mejor, ni a hacer nada mejor. Te lo dice Lady Day. Si alguna vez alguien trata de convencerte de que la droga ayuda, pregúntale si cree saber sobre la droga algo que Lady Day no sepa.
Entretanto, viajará a Europa por primera vez, cantará en los escenarios de los clubes más frecuentados y de más renombre por entonces y habrá otros tantos que la vetarán por mala prensa. Seguirá produciendo canciones y álbumes, colaborando con artistas de la talla de Louis Armstrong, codeándose con estrellas como Orson Welles o Clark Gable y volverá de nuevo a prisión.
Finalmente, nos obsequiará con un pequeño consejo dentro del texto, cargado de buenas intenciones y de los mejores deseos: No soy quién para dar sermones a nadie. Nunca lo he hecho y no quiero empezar ahora. Pero abrigo la esperanza de que algunos chicos lean este libro y lo comprendan. Quizá como no tengo hijos propios —todavía—, aún creo que se puede ayudar a los jóvenes hablándoles francamente. Si nadie puede aprender del pasado, no tiene sentido desenterrarlo. Yo lo he hecho con el mío para poder enterrarlo. Y merece la pena si un solo joven logra aprender aunque sea una sola cosa de él, concluye.
Y ahí va el mío: leedla. Leedla porque no solo su voz es conmovedora. También su vida. Leedla porque os removerá y emocionará. Leedla aunque no la hayáis escuchado en la vida. Leedla, porque tenía mucho que contar y además lo hizo maravillosamente bien.
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