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Vivir de la música: ponga una quimera en su vida

En Música 14 octubre, 2020

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

La sangría avanza. La grieta entre quienes tiran la toalla y quienes aún aspiran a vivir de la música se va haciendo más grande. Y estos, a este paso, cada vez serán menos, conforme la sequía de directos que padecemos, tal y como los conocíamos, va imponiendo su ley. A medida que el sector se ahoga, el noble arte de componer canciones con el propósito de que le den de comer a uno —qué cosas tienen estos artistas, ¿no?— empieza a ser, cada vez más, una quimera.

Quienes se encontraban en esa especie de limbo que supone el dilema de jugárselo al todo por el todo o bien optar por dedicarse a otra faena más productiva, empiezan a resignarse. A decantarse por lo segundo. Suelen tener entre treinta y cuarenta años, la fase vital en la que empiezas a pensar que saltar continuamente sin red puede no ser la mejor opción.

¿Para qué arriesgarse a ser músico a jornada completa, cuando se puede gozar de la comodidad del funcionariado, ya sea oficial u oficioso? Quienes aún están en la veintena, todavía tienen varias naves por quemar. Se pueden permitir seguir intentándolo. Mantener la vieja ilusión de estar en ello por trincar algo de pasta, como decían Supergrass.

Pero si apenas el 5% de la gente que edita discos en España puede ganarse la vida con sus canciones, con sus conciertos (una apreciación a ojímetro: carecemos de estadísticas fiables, pero por ahí debe estar), ¿Qué va a quedar de todo esto cuando la pandemia sea historia? ¿Habrá vida más allá del bonito paisaje de tierra quemada que se nos va a quedar?

Quienes nos dedicamos a escribir sobre música, seguiremos —cada vez más— recibiendo e-mails y mensajes de facebook por parte de músicos en sábados, domingos y fiestas de guardar. Un síntoma inequívoco. Eso sí: la misma atención, el mismo calibre, la misma valoración crítica merece cualquier obra, independientemente de que su artífice se lo plantee como medio de vida o simplemente como un hobby. Ahí no hay juicios morales que valgan. El músico full time no es un héroe por el hecho de serlo.

Decía Frank Zappa (a quien, por cierto, habían parafraseado Supergrass a su manera con lo de in it for the money) que no veía ninguna razón por la que un artista deba morirse de hambre el resto de su vida. Que no había nada deshonroso en generar dinero del hecho de hacer algo que te gusta. Que ningún creativo debe ser obligado a trabajar en una gasolinera durante el día, para que pueda realizar su arte durante la noche para un público limitado. Que deberían poder ganarse las lentejas con eso que los Beastie Boys describieron luego como sus habilidades para pagar las facturas.

Ay, las gasolineras. ¿En cuántas habrán madurado mentalmente sus canciones algunos músicos de renombre, entre servicio y servicio, tras apurar rutinariamente la manguera en el depósito del coche de cualquier desconocido? Fernando Alfaro trabajó en una. Paddy McAloon, también. Zakk Wylde, el guitarrista de Ozzy Osbourne, también. Tom Zé también estaba a punto de hacerlo cuando conoció a David Byrne.

Muchos de ellos se ganaron un sueldo en labores prosaicas, antes de poder hacerlo con sus canciones. Wayne Coyne o Daniel Johnston sirvieron platos en restaurantes de comida rápida. David Lovering solventó el gran parón de los Pixies con sus shows de magia. Robert Pollard (Guided By Voices) estuvo años trabajando como profesor de primaria mientras despachaba discos como rosquillas.

Un buen compositor es capaz de extraer inspiración hasta de debajo de las piedras, y cualquier labor diaria, por tediosa que parezca, es susceptible de convertirse en carne de canción, porque no hay historias intrascendentes, solo gente que no encuentra la forma adecuada de historiarlas.

Pero no es eso. Un músico de talento debería vivir de su música. Debería bastarle. No parece que sea el sentir general de un país como el nuestro, en el que el artista (cineasta, escritor, músico, dramaturgo, pintor, diseñador) vive permanentemente bajo la sospecha de que su actividad responde a su querencia por la holganza, por la sopa boba, por los jijiji y los jajaja de esa intensa vida social diseminada entorno a estrenos, charlas, conciertos, inauguraciones y festivales. Por el jolgorio y la miríada de actividades que les permiten demorar la elección de eso que los padres y madres de hace cincuenta años llamaban un trabajo de verdad. Lo mismo vale, por supuesto, para quienes no están bajo los focos, aunque su labor sea igual de esencial: los promotores, los gestores culturales, los técnicos, los riggers, los runners.

¿Qué es de un país sin cultura?, se preguntaba hace unos días Nick Sanborn, de Sylvan Esso, en una entrevista que mantuve con él y su mujer, el dúo. Me comentaba, y creo que tiene más razón que un santo, que nuestra sociedad tiende a desechar todo aquello que no es inmediatamente cuantificable, y que eso valía tanto para la cultura como para la salud de nuestro medio ambiente. Y que eso, además de miope, era un gran error. Ojalá los de arriba lo tuvieran igual de claro.

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