En el momento histórico actual de la recepción de Dimitri Shostakóvich (del que se celebran los cincuenta años desde su muerte), Una Lady Macbeth del distrito de Mtsensk vuelve a imponerse como una obra incómoda y necesaria. Concebida por su autor como una “tragedia satírica”, la ópera muestra sin concesiones los dos rostros de un mismo mundo poético: el llanto y la risa, el luto y el sarcasmo, la parálisis y el frenesí. No son contrastes decorativos, sino las dos caras de una modernidad marcada por la incomunicabilidad, la soledad y el vacío moral. En este sentido, su elección como título inaugural de la Temporada 2025/26 del Teatro alla Scala resulta no solo pertinente, sino casi inevitable.
La protagonista de la obra de Shostakóvich, Katerina Izmáilova, no es una heroína en el sentido tradicional: es una mujer empujada al crimen por la asfixia emocional, el deseo reprimido y la brutalidad de un entorno sin amor. Como en Shakespeare, lo trágico y lo cómico se entrelazan, pero aquí la risa no regenera el mundo: se convierte en sarcasmo corrosivo, en grotesca embriaguez que hace aún más visible la quiebra de los valores.

Sara Jakubiak en el primer acto de Una Lady Macbeth en el distrito de Mtsensk. © Brescia e Amisano Teatro alla Scala.
La dirección escénica de la producción milanesa, firmada por Vasily Barkhatov, optó por una lectura hiperrealista y saturada de signos, cuyo principio dominante parece ser el del horror vacui. La acción se traslada casi íntegramente a un restaurante, espacio único y omnipresente, continuamente atravesado por camareros, cocineros, clientes y por la figura insistente de un policía. La idea, en sí misma, podría dialogar con el pequeño mundo burgués del distrito de Mtsensk; sin embargo, su aplicación sistemática acaba por relajar lo que la música tensa, diluir lo que el drama concentra y confundir lo que en la partitura es de una claridad implacable.

Segundo acto de Una Lady Macbeth en el distrito de Mtsensk. © Brescia e Amisano Teatro alla Scala.
El problema no fue tanto la actualización del contexto como la fricción constante entre escena y música. Los interludios orquestales —auténticos nodos expresivos donde la electricidad dramática se descarga y se recarga— fueron invadidos por proyecciones, movimientos y acciones accesorias que niegan a la música su autonomía narrativa. Allí donde Shostakóvich construye espacios de soledad radical, la escena introdujo multitudes; donde la partitura ahonda en la melancolía y el deseo privado, la dirección respondió con confesiones policiales o monólogos cantados en medio del bullicio.

Tercer acto de Una Lady Macbeth en el distrito de Mtsensk. © Brescia e Amisano Teatro alla Scala.
El resultado fue una cierta monotonía visual y, sobre todo, una pérdida de contraste, que es el alma misma del teatro. Especialmente discutible fue, además, el final de la ópera: la muerte de Katerina y de su compañera se produce en la idea de Barkhatov por combustión y no por ahogamiento, como indica la partitura. No es un detalle escénico, sino una alteración sustancial, porque anula la atmósfera del río que fluye, inscrita en la música misma y al suprimir el agua, la escena desautoriza el sentido último del final y rompe, en el momento decisivo, la coherencia entre música y drama.
El verdadero centro de gravedad del espectáculo fue, sin embargo, la interpretación musical, de una solidez y una coherencia que terminaron por imponerse sobre cualquier reserva escénica. En el foso, Riccardo Chailly ofreció una lectura de gran autoridad, tensa sin asperezas gratuitas, incisiva pero siempre controlada. Su Shostakóvich evita tanto el expresionismo ruidoso como la tentación del distanciamiento irónico: la violencia, el sarcasmo y el lirismo emergen como momentos orgánicos de un mismo discurso. La Orquesta del Teatro alla Scala respondió con una prestación de altísimo nivel, con una claridad de planos y una precisión rítmica que hicieron perceptible, incluso en los pasajes más densos, la lógica interna de la escritura.

Sara Jakubiak en la escena final de Una Lady Macbeth en el distrito de Mtsensk. © Brescia e Amisano Teatro alla Scala.
En el reparto vocal destacó con nitidez Sara Jakubiak, que confirmó ser hoy una de las intérpretes de referencia del papel de Katerina Izmáilova. La soprano, ya protagonista de la ópera en el Liceu de Barcelona la temporada pasada, combina una voz de proyección segura y timbre incisivo con una presencia escénica convincente, siempre centrada en la dimensión trágica del personaje. Najmiddin Mavlyanov compuso un Serguéi de notable eficacia teatral: voz robusta, fraseo directo, un físico creíble que subraya el magnetismo brutal del personaje sin convertirlo en caricatura. Alexander Roslavets, por su parte, ofreció un Boris de gran interés dramático: autoritario y opresivo, pero sin los acentos fanfarrones o libidinosos.
Excelentes fueron asimismo todos los intérpretes de la multitud de papeles secundarios que prevé la ópera, con una mención especial para el Coro del Teatro alla Scala, auténtico protagonista colectivo de la obra, cuya intervención contribuyó decisivamente a crear esa atmósfera opresiva y espectral que atraviesa toda la partitura.






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