Siempre he tenido a la perplejidad como la variante urbana del asombro. Hubo un asombro primordial en la contemplación de la esfera celeste que propició una política, una religión y una economía ligadas a la astronomía. Si el asombro permitió pronto un tipo de poesía y, por tanto, también una metafísica, la perplejidad ha dado lugar, sobre todo, a una literatura en prosa cargada de extrañeza.
Es posible encontrarla en la tenuidad telúrica de Hawthorne, pero, sobre todo, en el deambular de Poe entre la multitud, esto es, en el moderno callejeo del flâneur. Hay perplejidad en el fluir continuo de rostros desconocidos, en la vacilación, en el atisbo del presente como la sombra que dejamos atrás (la modernidad arrojó al presente a las vías de la desaparición).
Hay perplejidad en la oscilación del ciudadano europeo (apenas hay vacilación en la determinación valiente del oprimido y del inmigrante), hay dudas en los tiempos de lo posible, pues la claridad limita tanto la revuelta como la dictadura. Hay perplejidad en la red de tensiones, como puro futuro, micro universo caótico o, de acuerdo con Calasso, en la tempestuosa corriente eléctrica del París de Baudelaire, mucho antes de la listeza estratégica de Sarkozy. Hay una literatura perpleja en la forma de comenzar a habitar el mundo en Kafka o en el pasmo irónico que acontece al regresar de él, al modo de Vonnegut.
La perplejidad no es extraña al ámbito de la filosofía: hacia 1190, el escritor y filósofo Maimónides, un autor tan español como puedan serlo Ramón Llull o Gonzalo de Berceo, escribió Guía para perplejos (una obra tan española como pueda serlo Cantar del Mio Cid o Libro de buen amor). En ella, el cordobés echaba luz sobre el judaísmo en términos filosóficos en su empeño por clarificar, por hacer de traductor entre lo literal y lo alegórico y, en definitiva, por pensar mejor. Hay perplejidad en Einchman en Jerusalén, en el desconcierto de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, pero también la hay en la intención primera de la Escuela de Fráncfort y en el análisis que Susan Sontag hizo sobre las fotografías de Abu Ghraib.
Pensar mejor. Yo creo que en eso radica precisamente la filosofía, tan apropiada para los tiempos veloces de la incertidumbre. Daniel Innerarity es un pensador ordenado y riguroso cuyo trabajo siempre ha tenido un anclaje con el tiempo exacto que nos ha tocado vivir, por eso no es extraño que haya dedicado su último libro Política para perplejos (Galaxia Gutenberg, 2018) a una situación propia de las sociedades de horizontes abiertos y por esa misma razón, inciertos.
Política para perplejos se inscribe, según lo veo, en el intento del catedrático de Filosofía política por comprender y hacer comprender los cambios que acompañan a las primeras décadas del siglo XX, sobre todo las reacciones sociales y políticas que siguieron a la crisis económica y otras vicisitudes que identificarán nuestra época en los libros de historia que habrán de venir. Comprender y hacer comprender a partir de categorías puramente filosóficas, pero también desde un legado irrenunciable de la teoría política moderna y contemporánea, que va desde la conciliación de los descubrimientos del liberalismo político (las implicaciones del pluralismo) con las expectativas en términos de igualdad propias del socialismo democrático hasta las herramientas de la ética discursiva propuestas, paradigmáticamente, por Habermas.
Tras su anterior análisis de la indignación, Innerarity afronta en este libro la perplejidad como situación propia de sociedades en las que el horizonte de lo posible se ha abierto tanto que nuestros cálculos acerca del futuro son especialmente inciertos. Sociedades caracterizadas por el emborronamiento de categorías nítidas, por la evaporación de la imagen de un responsable único o final, por una suerte de decepción generalizada que ya no se refiere a algo concreto: cuando el malestar se vuelve difuso provoca perplejidad. Una incertidumbre teórica y una desorientación ciudadana como epítome de la pérdida de certezas, traducida en incertidumbre de la voluntad. A la pregunta clásica ¿qué hacer? se suma el interrogante ¿qué quiero hacer?
Por ello, una buena parte de su último ensayo se dedica a la relación de la voluntad con la realidad o, mejor, a la relación de la voluntad con el estado actual de la percepción de la realidad en un tiempo caracterizado por el desprecio a los hechos, la posverdad, y su correlato, el refugio en teorías irracionales (conspiración, emopolítica, repliegue identitario, etc.). Ese intento de comprensión necesita elucidar la configuración de los nuevos espacios emocionales de las sociedades democráticas, ya que el desconcierto político tiene más que ver con la incapacidad de reconocer y gestionar nuestras pasiones que con el orden de los conocimientos.
La originalidad de la reflexión de Innerarity es bien visible en las páginas dedicadas a la política como «zona de señalización escasa», espacios donde la dimensión de sentido e interpretación es menos evidente que en el espacio físico e implica juicios de valoración. Cuando lo primordial es saber en qué consiste la legitimidad, quién tiene la autoridad o a quién imputar responsabilidades y nos tropezamos con que las señales indican lugares desdibujados: la lógica binaria desorienta (dualismos, buenos y malos, izquierda y derecha, zonas seguras y zonas peligrosas). De acuerdo con el director del centro Globernance, el eje izquierda-derecha ha tenido una preponderancia exagerada en la configuración del antagonismo democrático y ya comienzan a hacerse visibles otros ejes que complican el panorama, así un eje entre tecnocracia y populismo.
Especial interés tienen también, según lo veo, por su valentía, las líneas dedicadas a desmitificar (o a desdogmatizar) las aristas de la democracia. Si algo nos puede enseñar la era Trump es que el pueblo también se equivoca. No basta con señalar la degradación de la política convertida en manejos estratégicos de un grupo de privilegiados, tan alejada del ejercicio republicano de las virtudes públicas. Si el elitismo aristocrático era peligroso, no lo es menos el elitismo popular. Un pueblo adulado, elevado a la infalibilidad contra toda evidencia (Trump, Brexit, o, y eso lo añado yo, el segundo mandato de Rajoy) y una política que confunde el hecho de que la soberanía no puede recaer sino en el pueblo con la peligrosa idea de que éste siempre tiene razón conduce a una oscilación entre la demoscopia y el culto a las emociones.
Vienen a colación aquí reflexiones, ya expresadas por Innerarity en otros lugares, acerca de la crisis de los sistemas y profesiones de mediación, la crítica a la política como sistema cerrado e incomunicado de compartimentos estancos como packs ideológicos, el reclamo de una racionalidad estratégica de expertos, el inquietante abuso de conceptos excluyentes como «los de abajo» «gente» o «pueblo».
Parafraseando el célebre discurso de Benjamin Constant, si la libertad del antiguo radicaba en la participación en las decisiones que le afectan y la libertad del moderno en la protección de un ámbito de autonomía personal, ¿qué libertad puede caracterizar al ciudadano en los tiempos de la perplejidad?
Uno puede no compartir el análisis de las sociedades multiculturales, la idea de que no hay ideologías moralmente superiores a las otras (creo que se pueden poner en relación con la forma en que logran los objetivos de esos códigos propuestos de validez universal que son los derechos humanos). Uno puede no comprender (como de hecho me sucede a mí) las páginas dedicadas a la feminización (o no) de la política, pero pronto (y quizás es lo mejor que puede decirse de un libro de filosofía) uno se obliga a reconsiderar sus opiniones, ante una serie de argumentos tan lucidos como bien razonados. Como filósofo, Innerarity observa las pegas de las mejores ideas, se empeña en los contraejemplos, en apuntar las dificultades de la transparencia, de la presión de los tea parties o de la dogmatizada fidelidad a las esencias.
Destaco el capítulo dedicado a la configuración de los sistemas inteligentes, pues siempre he tenido por sabias las páginas de la filosofía destinadas a recordar la humildad y nuestros propios límites, en el sentido modesto en que estos se dan en el marco de un mundo paradójico que no podemos comprender por nosotros mismos. Los sistemas políticos y las instituciones públicas han desarrollado sistemas y principios hoy imprudentemente denostados (los partidos, los sindicatos, la división de poderes, etc.) capaces de dificultar los excesos de la subjetividad (de frivolidad privada) de un personaje caprichoso como Donald Trump, de forma análoga a como el diseño del cortacésped impide que te puedas cortar la mano con él.
Con ecos de Hegel, la principal tarea del gobierno de la sociedad del conocimiento consiste en crear las condiciones de posibilidad de la inteligencia colectiva y pensar holísticamente desde sistemas inteligentes (tecnologías, procedimientos, reglas, protocolo) que amortiguan los tics más irracionales de nuestro tiempo. Solo mediante tales dispositivos de inteligencia colectiva es posible acometer un futuro que ya no es la pacífica continuación del presente, sino una realidad intransparente, llena de oportunidades y riesgos potenciales de difícil identificación. Para Innerarity, los grandes sistemas políticos a lo largo de la humanidad han sido aquellos que no han esperado demasiado de sus gobernantes ni han temido demasiado de ellos, en los que había sistemas equilibradores, checks and balances, instituciones que permitían sobrevivir al paso de gente desastrosa.
Con un poso habermasiano muy reconocible, en Política para perplejos leemos sobre la racionalidad de procedimientos, sobre procesos de participación. La perplejidad sobre la que reflexiona Innerarity tiene que ver, pues, menos con lo inextricable que con el desconcierto, gente paralizada en un enredo intenso, libertad, síntesis socio-liberal, comunicación (si no discutimos con quienes piensan distinto nos volveríamos locos), ética discursiva, transformaciones modestas y limitadas, reivindicación de los expertos, democracia compleja, cierto neoaristotelismo.
Aprecio mucho la filosofía de Daniel, porque sabe escapar de las concesiones, porque no señala (o porque sabe que no importa tanto señalarlos) culpables personales, pero tampoco cae en homilías moralizantes a partir de valores nebulosos, en loas axiológicas en el aire, ni en guiños a una parroquia predispuesta, sino que se empeña en dar herramientas para pensar de otra manera, lo que en tiempos como los actuales es una manera de pensar mejor.
Hermosos: asombros
Malditas: esencias
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