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Música

¿La mujer de Miles? Nahhhh!!

En Vidas salvajes, Música 22 octubre, 2014

Miguel Caamaño

Miguel Caamaño

PERFIL

Curiosamente Davis fue un apellido incendiario detrás de dos afros incomprendidos: el de Angela y el de Betty.

El primero, el de una militante pantera negra que no dejó que la sometieran ni por su condición de mujer ni por su color de piel. El segundo, al que hoy nos referimos, es el pelo rizado y frondoso de una amazona incorregible que no dejó que su marido, el genial trompetista Miles Davis, la eclipsase en ningún momento. Con ustedes, Hypers, Miss Betty Davis.

Betty era una auténtica gata salvaje… siempre quería todo y lo conseguía valiéndose de sus afiladas uñas. Sí, puede que consiguiese todo, salvo esa notoriedad comercial que le fue negada en la industria musical standard, a pesar de ser la influencia en las nuevas generaciones de hembras combativas (la Badu, la Gray, la Monae…) e incluso a pesar de que fuera erigida como la musa del funk-rock.

Esta negra no optó por faldas amplias, diademas raídas y atuendo psicodélico… esta negra cantaba en camisón y se movía procaz y lasciva para demostrar no sólo que era una «come hombres», sino que también sabía cantar y hacerlo sexy. Lo primero quedó meridianamente claro cuando conquistó a Miles Davis, cuando se casó con él y cuando acabó dándole celos con el no menos célebre Jimi Hendrix. Los dos colgaditos por ella (habiendo sido ella misma quien les presentó) y con la curiosa idea de hacer un disco juntos incluso, hecho frustrado por la repentina muerte del guitarrista.

En el escenario, Betty aludía tan pronto con sus contoneos pélvicos a su voraz apetito sexual como a la afrenta que sufrían constantemente las mujeres por los ejecutivos discográficos por el mero y simple hecho de ser eso… mujeres: mujeres orgullosas todas ellas que disparaban directamente en la frente del sistema, pero Betty fue sistemáticamente vetada, incluso por sus compañeros de raza. Éstos la acusaban de ser un poco bastante zorra en unos poco afortunados cánticos.

Ella, la incorregible Betty, consiguió que Miles le dedicase un álbum y canciones tan espléndidas como «Mademoiselle Mabry» (su auténtico apellido), incluso apareciendo en la portada de este mismo disco, Filles de Killimanjaro (1968). Aunque  ella tampoco quiso ser nunca «mujer florero» (ni mucho menos), así que se rodeó de lo mejorcito para su debut discográfico, con músicos de Santana, el inefable Sylvester o el histriónico Sly Stone. ¿El resultado? un mosaico sonoro teñido de rabia, protesta y sudor afroamericano que no tuvo su recompensa hasta años después, cuando fueron reeditados sus trabajos, igualmente venerados por las posteriores generaciones  gracias a las reediciones del sello Light in the Attic.

Fue conocida, por tanto, no sólo por cerrar los menos reputados tugurios de Nueva York en los tardíos 60, sino también por entonar canciones en las que dejar atrás la sumisión y esa doble moral imperantes en la América podrida de aquel entonces. Lo hizo para manifestar si era preciso cuán cachonda estaba. El bueno de Miles, a quien Betty influyó de sobremanera, la recordaba musicalmente como una mezcla entre Prince y Madonna, aunque adelantada a su tiempo. Sea como fuere, canciones como «Anti Love Song» cobran sentido pase el tiempo que pase.

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