No sé hasta qué punto forma parte de cierta deformación profesional, o simplemente del hecho de que todos somos, lo queramos o no, rehenes de nuestra formación como melómanos, pero hay nombres que acuden reiteradamente a mi sesera cuando escucho a músicos de las últimas generaciones.
Hace unos días me dio por afirmar que hay tres mujeres que son, con diferencia, las más influyentes en la historia reciente del pop y del rock. Cada una a su manera. Patti Smith, Madonna y Kate Bush. No pasa más de uno o dos meses sin que crea localizar su sombra en discos de nueva hornada. Es como el zumbido de quien padece tinnitus, pero, obviamente, mucho más placentero.
Sin la primera, difícilmente hubiéramos entendido la veta femenina del punk, el rock espinado de PJ Harvey (y toda su descendencia) o la saga riot grrrl. Sin la segunda, simplemente habría sido muy difícil imaginar a toda esa retahíla de féminas que se mueven con soltura entre el pop chicloso apto para el mainstream y las producciones sofisticadas que denotan perfil propio (desde Britney Spears a Christine and the Queens, pasando por Christina Aguilera, Rihanna, Lady Gaga, Robyn o Katy Perry). Sin la tercera, tampoco hubiera sido sencillo imaginar la música de Tori Amos, Fiona Apple, Björk, Julia Holter o Maria Rodés.
Me disculparán el reduccionismo, pero cuando una mujer empuña con furia una guitarra eléctrica (bien, Patti no lo hacía, para eso estaba Lenny Kaye, pero nos entendemos), canta melodías efervescentes sobre una base sintetizada o se sienta ante un piano en formato más o menos pop, raro es que alguno de esos tres nombres no revolotee entre el presunto manojo de referencias con los que asirnos a algo reconocible, con las que saciar nuestra necesidad de situar en contexto y tratar de asignar una celdilla a algo tan intuitivo, a veces, como es el arte de componer. Podríamos añadir también a Joni Mitchell cuando pensamos en una voz femenina con guitarra acústica y rasgueo folk, por supuesto.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, uno sumaría otro nombre más a esa santísima trinidad de nombres de mujer: Stevie Nicks. Durante años, Fleetwood Mac fueron santo y seña de pop con marchamo comercial que no terminaba de casar muy bien con la nación alternativa que brotó del underground en los años noventa.
Eso cambió hace más o menos una década. Músicos de una nueva generación, como Ladyhawke, Florence & The Machine o Beach House empezaban a reverenciarles. Y ahí siempre entraba en juego la figura de una de sus dos vocalistas femeninas, la única componente del grupo que experimentó el éxito en solitario: Stevie Nicks.
La irrupción de las HAIM, quienes han forjado una buena amistad con ella, reforzó la visibilidad de esa influencia. Fue así desde su primer trabajo, aunque con posterioridad han demostrado que eran perfectamente capaces de abrirse con mucha soltura a otros registros. Pero en sus primeras canciones, la sombra era palmaria.
En el fantástico último álbum de Jenny Lewis, On the Line (Warner, 2019), era imposible no acordarse también de Stevie Nicks al escuchar esta “Red Bull & Hennessy”.
No obstante, ese influjo ha sido no solo visible en músicos que venían de un sustrato indie. Eso quizá fue al principio. En las últimas temporadas, son las cantantes de raíz country quienes, en su necesidad de abrirse a otros sonidos, acaban por parecerse más a Stevie Nicks en algún punto de su discografía. Escuchen a Margo Price. Así sonaba en “Letting Me Down”, una de las mejores canciones de That’s How Rumors Get Started (Loma Vista, 2020), un disco que hasta en su título guiña el ojo a Fleetwood Mac.
Y pueden entretenerse haciendo lo mismo con la gran Lydia Loveless, quien acaba de publicar nuevo disco tras cuatro años de silencio. Se llama Daughter (Honey, You’re Gonna Be Late Records, 2020), y en la mitad de sus canciones, por sonido, por timbre vocal, por cadencia, incluso por sus textos, palpita el latido de la mejor Stevie Nicks.
Pero como nadie va a hacer de Stevie Nicks mejor que la propia Stevie Nicks, y nunca está de más dar un buen golpe en la mesa para decir aquí estoy yo y reivindicarse a sí misma como la gran matriarca de toda una forma de cantar y de componer canciones, hace solo unos días que era ella quien publicaba una sensacional nueva canción.
Se llama “Show Them The Way”. Y al más puro estilo de epopeya vital que se gastaba Bob Dylan hace unos meses en “Murder Most Foul”, sustenta también su relato en figuras históricas del siglo XX como JFK o Martin Luther King. Lo hace a raíz de un sueño que tuvo en 2008, pero en su caso (a diferencia de Dylan) no se limita a un recuento de referentes vitales o culturales, ni se ciñe a la nostalgia. Lo hace extensivo a la actualidad de este 2020, o al menos así lo muestra de forma hábil y taimada el director de su videoclip, Cameron Crowe, erigiéndose en una grandilocuente (no podía no serlo) pero emocionante llamada a la acción en un momento en el que su país se juega mucho: en medio de una crisis social, sanitaria y económica sin precedentes, con las calles de sus grandes ciudades aún humeantes tras los disturbios raciales y con un descerebrado pirómano al mando, a quien poder sacar de la Casa Blanca con la única herramienta al alcance del ciudadano: el voto. El sueño eterno, desmentido de forma cíclica, una y otra vez. Pero tal vez ahora más necesario que nunca.
La canción, con Dave Grohl a la batería, sirve de señuelo para un documental y un nuevo recopilatorio. No es avance de ningún nuevo álbum. Pero alimenta como varias decenas de álbumes de otros tantos músicos menos necesarios.
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