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Joseph Conrad, el traductor invisible

En Cultura miércoles, 25 de septiembre de 2024

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

El corazón de las tinieblas es considerado en nuestros días la obra magna de Joseph Conrad, nacido Józef Teodor Konrad Korzeniowski (1857-1924). Parece apropiado que el autor de este descenso a las tinieblas de un imperio colonial sea un polaco escribiendo en inglés, lengua que empezó a hablar cumplidos los veinte, empezó a escribir (que sepamos) cerca de los treinta y en la que siempre tuvo un fuerte acento. Debajo de un inglés pese a todo fulgurante, encontramos fragmentos semienterrados de la jungla lingüística de los mares, a los que Conrad se había echado en casi veinte años como marino mercante, la mitad en cubierta. 

La cadencia hipnótica de la novela (un oscuro río como el que describe) consigue limar estas aristas… a menos que estemos lo suficientemente atentos en un episodio inicial. Antes de embarcar, el protagonista, Marlow, visita a un doctor en Bruselas, o una ciudad anónima en la que los exégetas perciben Bruselas. Tras varias mediciones frenológicas, el doctor le dice: So you’re going out there. Famous. Interesting too   

¿Famous? Es obvio que uno de los interlocutores está traduciendo mentalmente. Tal vez sea el doctor bruselense, quien al decir famous quiere decir fameux, vocablo que en francés puede significar ‘grande, espléndido’. Poco después brotan expresiones en esta lengua, como si el médico las hubiera insertado en la anglófona conversación. ¿O expresiones que el narrador dejó sin traducir? ¿Que recordaba tal cual?  

Lo más probable (dado que el doctor trastabilla al decir good-bye) es que la conversación entera tuviera lugar en francés. El narrador asegura que su empleador, un rato antes, había quedado «satisfecho con mi francés», que sin duda desenvainó también con el doctor. Un francés quizá básico, pues, por más que se presente como un inglés atípico, no nos consta que este marinero tuviera otra instrucción en el idioma que lo que hubiera pescado en el mar.  

Josep Conrad

En tal caso, el inglés habría escuchado fameux y traducido erróneamente famous, como tradujo el resto de la conversación con el doctor belga… pero nosotros solo tenemos acceso a su recreación amateur, salvo por esas pocas palabras en francés al final del intercambio. 

Todo ello si confiamos en el relato de este marinero. Gente poco de fiar, en el ámbito narrativo. ¿No serán esas palabras en francés un esfuerzo por darle un toque pintoresco a la escena…? ¿Y si la visita al doctor no sucedió en aquella urbe anónima comparada con un «sepulcro blanqueado» —donde los comentaristas leen Bruselas—, sino en una oficina de la compañía en la propia Inglaterra? ¿Y si el marinero deseaba dar lustre a su aventura africana mediante un prólogo ambientado en una Europa continental que no tuvo ocasión de visitar? ¿Y si nunca recibió semejante compensación por haber pasado cientos de noches aplastando mosquitos en lo profundo de la selva? 

No podemos saberlo, pues solo tenemos acceso a la versión del protagonista. Puede perfectamente habernos engañado, pues él elige cuanto sabemos. Puede también haberse equivocado, simplemente: creer que el doctor, al decir fameux, había querido decir famous, en lugar de great. El caso es que no tenemos acceso a las palabras del doctor ni, me temo, a las de muchos personajes de la literatura universal. Tenemos acceso a lo que otro personaje oyó en sus palabras, o peor, a las palabras que por arte de magia comprendió otro personaje que no compartía lengua con el hablante. Cuando dos pueblos establecen contacto, cuando se cruzan dos imperios de fantasía, cuando interactúan varios planetas o galaxias, cuando criaturas de diferentes mundos se dan cita en las epopeyas antiguas, en todas estas situaciones de habla solo sabemos a ciencia cierta lo que dijo uno de los presentes, aquel que recoge la historia… y ello si poseía una memoria excelente. Si no exagera. Si no miente.  

Sin embargo, no nos parece raro que las criaturas de las fábulas de Esopo hablen todas castellano. Sería distinto si hablaran griego antiguo, por mucho que a audiencias anteriores de estas fábulas les pareciera lo más natural del mundo (en el caso griego, lo único civilizado en el mundo). Un español acostumbrado al doblaje puede extrañarse al escuchar a su actor estadounidense favorito en el inglés original, por no decir en doblaje italiano. 

Josep Conrad

Retrato de Joseph Conrad, por el caricaturista David Low (‘Lions and
Lambs’, 1928).

Nuestra experiencia cotidiana se mueve en la bruma de lo que creemos entender, de lo que creemos haber comprendido, y por eso aceptamos sin reparos las situaciones literarias más inverosímiles, como que una tortuga y una liebre de la Antigua Grecia se comuniquen en el español de mi país o región, el que repica en mi cabeza cuando leo sus andanzas. Solo al verlas hablar en griego, o en cualquier otro idioma del que no entendiéramos una palabra, lograríamos percatarnos de lo verdaderamente extraño que es que una tortuga y una liebre se comuniquen en cualquier lengua que sea…  

Romper las convenciones de un idioma es equivalente a romper la cuarta pared en el cine o el teatro. Una simple errata nos saca de un carril de escenas imaginadas y nos devuelve a una silla y a un libro. Algunos incluso las corrigen sobre el papel como advertencia, para amortiguar el descarrilamiento de futuros lectores.

Los «falsos amigos» lingüísticos no son sino una errata al nivel de la traducción. En El corazón de las tinieblas tenemos el prodigio de un autor polaco y multilingüe, un navegante sin patria. Como cualquier persona fuera de su hogar lingüístico, el escritor se convierte en un traductor inconsciente, salpicando un inglés fluctuante, exuberante con lo que parecen galicismos y polaquismos disimulados. El anotador Owen Knowles identifica, entre otros, lamentable por ‘lastimoso’, secular por ‘vetusto’ o clear por color ‘claro’ («corregido» en algunas ediciones posteriores por clean), así como las palabras más célebres de la novela: The horror! (seguramente, del francés L’horreur!). 

El mundo nos roza en la lengua o lenguas que conocemos mejor, que en el caso de Conrad parecen ser el polaco y el francés. O, más bien, dichas lenguas son las únicas en las que hacemos oídos al mundo. Cuando Mahoma aceptó intimar con Dios, le puso la condición del árabe. Cuando sentimos, en una radiante mañana de primavera, que los árboles nos hablan, notaremos, si escuchamos un poco, si concretamos un poco, que comunican mucho más que el susurro de unas hojas y el crujir de unas ramas. Que oigamos ‘famoso’ donde dijeron fameux es un error perdonable entre grumetes. 

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