El Festival de Cannes ha sido inaugurado en tono de comedia con The Dead Don’t Die, de Jim Jarmusch, la esperada historia de zombis que escribió para sus actores preferidos, una metáfora pesimista del país al que solo faltaba el repaso que le está aplicando Trump. Plagada de guiños al género, rompiendo la ilusión cuando irrumpe la metaficción sobre el propio filme, y además insertando diálogos autorreferenciales sobre los actores que interpretan a los personajes (Driver/Kylo Ren, Swinton/Escocia), la aportación de Jarmusch es inherente a su particular estilo y sofisticada reflexión. La cara de póker de Bill Murray y la impasibilidad de Adam Driver confieren a la película un tono tan cool e impregna el terror de tal forma que la sensación transmitida es de un equilibrio milagroso, alejado de la parodia al uso.
The Dead Dont’t Die no es una película sangrienta, los zombis estallan en una negra polvareda, porque la clave no puede perderse en los clichés. En el cementerio hallamos la lápida de un tal Samuel Fuller, un ejemplar inspirador de Moby Dick es salvado del vertedero, nos sorprende que la camarera del diner conozca a Zelda Fitzgerald, solo para darnos cuenta enseguida de su confusión sin sentido entre el escritor, Gatsby y Robert Redford… Jarmusch siembra su filme de acotaciones para describir una sociedad marcada por sus obsesiones, que la voz de un narrador define lapidariamente.
Como ha declarado Jarmusch en rueda de prensa, ha tenido muy presente a Georges A. Romero, incluso a Sam Raimi: Me van más los vampiros que los zombis, no soy un experto en terror, pero Romero es muy importante por haber transformado la idea de los zombies que antes se veían como monstruos. Por primera vez, no los vemos venir de fuera sino de dentro, como víctimas que se transforman en monstruos.
El mundo es perfecto, aprecia los detalles es la cita iluminadora de un repartidor de W-UPS y es la propia voz del director que apela a nuestra conciencia, a la necesidad de despertar para dejar de ser zombies tan obsesionados por el café o el wifi como por el canibalismo. Jarmusch reconoce no haber sido consciente del nivel de oscuridad de su propia película, poblada por no muertos poseídos por los prejuicios, en una América que los ensalza y convierte a los vivos en zombies.
El director pretende despertar nuestra conciencia en un mundo donde la oscuridad debe convivir con el humor, convencido del poder regenerador de los adolescentes, que no son retratados en el filme como insconcientes gamberros que merecen morir como menú de los muertos vivientes. Y esa preocupación por el presente significa sobre todo conciencia ecológica, para no ver desaparecer más especies. La cuestión medioambiental no es un tema político —afirma Jarmusch— la política son hoy las empresas y está en manos de los jóvenes presionar, boicotear, tomar pequeñas decisiones que protejan el planeta. Los jóvenes tienen mucho que decir y a cambio les tratamos francamente mal.
La lucidez y la perspectiva omnisciente las aporta el ermitaño habitante del bosque (Tom Waits) que, al margen de las preocupaciones microscópicas de sus paisanos, es capaz de captar el cuadro general con la claridad de la distancia, siempre a salvo en un hábitat natural, viviendo como un animal, rapiñando como un zorro y alimentando su espíritu con los desechos de una sociedad empobrecida culturalmente.
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