El crítico gastronómico Ignacio Medina es de ese tipo de personas cualitativas que pueden distinguir entre lo malo que observan y lo mejor que imaginan.
Se sienta en el sofá y ordena sus largas piernas. Tiene talla, manos y cara de ex jugador de baloncesto. Empieza a hablar lentamente, como con desgana, aunque enseguida se percibe que está haciendo un ejercicio de precalentamiento, en el que mientras deja la mirada fija en un punto concreto del salón, en realidad está ordenando las ideas antes de entrar en materia.
Lo mismo da un análisis de coyuntura de la realidad política en España, que habla con conocimiento de causa de la crisis en los medios de comunicación, que explica con detalle las riquezas que esconde la selva amazónica. Pero este gigante de cabeza amueblada, excelente memoria y verbo exquisito se viene verdaderamente arriba y hace canastas de tres puntos cuando escribe de comida y restauración. Cuando habla de cocina y cocineros.
Ignacio Medina, de larga trayectoria periodística, ha regresado recientemente al diario El País y se ocupa de la información gastronómica para toda América Latina, con sede en Lima.
Nació en Madrid, de padre periodista del diario Arriba y Radio Nacional de España, y vivió su infancia entre el barrio de Pacífico y Roma, donde su padre fue durante cuatro años corresponsal en El Vaticano. De regreso a Madrid, estudió Derecho y Ciencias de la Información. Nada más acabar la universidad se fue a vivir a Bilbao, donde se recorrió las mejores casas de comidas del País Vasco, al tiempo que escribía en los periódicos Hierro y, luego, en Tribuna Vasca, además de colaborar en varias revistas. Ya trabajando para la éste, cubre la última mesa redonda del Club de Gourmets que se celebra en Bilbao y empieza a sumergirse en el mundo de la cocina.”
Le invito a que pase a la cocina y me ayuda a dar la vuelta a la tortilla de patatas. “Mi madre no cocinaba demasiado bien, pero tenía el don de la organización y de dar consejos precisos a la asistenta, con lo cual en casa comíamos muy bien, de plato fijo: Los lunes, cocido; los jueves, lentejas, los viernes bacalao con tomate… y los domingos, arroz con pollo. Por las noches, huevos, sobre todo fritos, pero también en tortilla o rellenos. Además, muchos macarrones, muchos espagueti y mucho arroz a la milanesa, especialmente en la época que viviamos en Italia, que fue entre mis 9 y 13 años.”
“Desde hace casi 40 años me cocino yo en casa e intento hacer una dieta sana, el resto queda para el trabajo. Cuando no salgo a restaurantes como muy ligero, sobre todo legumbres y verduras, a veces con algo de pescado. Muy de tarde en tarde como un poco de pollo y casi nunca carne”.
A los 25 años, la misma edad que tenía Michel Jordan cuando se hizo el amo de la NBA, Ignacio encuentra el faro que le iba a iluminar en adelante: Entra de redactor jefe en la revista Club de Gourmets, la revista decana de la gastronomía en España. Luego, como director, se encarga durante cuatro años de años de Gourmetour, el reputado anuario de restaurantes españoles y de la Guía de Vinos de España. Luego monta Gran Reserva, que dirige otros cuatro años.
Ignacio en aquellos años era un muchacho con ideales al que le encantaba la cocina y al que sólo que le faltaba experiencia. Era consciente de que los ideales, si se imaginan con fuerza, son el anticipo lógico de la experiencia. Ignacio llego a convertirse, con el paso de los años, precisamente, en la voz de la experiencia.
Y así, nada más aterrizar en Madrid, a finales de 1983, consciente de sus limitaciones, acorta el camino de manera vertiginosa. Se presenta en los tres mejores restaurantes de Madrid: Zalacaín, Jockey y El Amparo. Les cuenta su función al frente de la revista y les confiesa que aunque sabe poco de cocina, lo quiere aprender todo. En Jockey y Zalacaín le ayudan e incluso pasa muchas tardes sentado en la mesa con Jesús Oyarbide, con el que hace un viaje a Marbella. En El Amparo se topa con Ramón Ramírez un tipo intelectualizado, además de gran cocinero -dos estrellas Michelin-, con el que congenia inmediatamente. Se hacen buenos amigos e Ignacio acaba alquilándole un apartamento junto al restaurante, en el coqueto pasaje de Puigcerdá, en el barrio de Salamanca. Allí pasa gran parte del día en la mejor escuela, entre fogones y comedor. Y allí aprende de primera mano los entresijos de la calidad culinaria y el buen servicio.
Ramón Ramírez, el mentor y luego gran amigo de Ignacio (llegaron a publicar juntos Los potajes de mis tías en 2004) formó parte del núcleo duro fundacional de la Nueva Cocina Vasca. Fue el propietario de Bogui, el restaurante que en Madrid fue el cuartel general del movimiento encabezado en el País Vasco por Arzak y Subijana, cuando estos se quedaron deslumbrados por la luz que brillaba desde la casa de Paul Bocuse en Lyon. Es en la amistad con Ramón Ramírez donde Ignacio forja sus conocimientos sobre lo que es la cocina de autor y evolución.
Ignacio me cuenta algunas de las cosas que más le han interesado del mundo gastronómico y su manía de ayudar a que los cocineros mejoren. Él es de ese tipo de personas cualitativas que pueden distinguir entre lo malo que observan y lo mejor que imaginan. Pongo cara de que ignoro su papel trascendental en algunos de los episodios más revolucionarios de la cocina y la restauración española contemporánea.
Por ejemplo, es el impulsor de equipos multidisciplinares para la elaboración de la Guía de Vinos de España cuando puso en funcionamiento a un puñado de enólogos, cocineros, vendedores de vinos y periodistas que cataban cien vinos semanales, calificando y valorando los vinos que aparecen en la guía. No en vano en 1986 pone en marcha la revista Gran Reserva, publicación que al año siguiente recibe el Premio Nacional de Gastronomía. Luego vendría, en 2005, el premio Gourmet Cookboks por su libro Guía de turismo del vino en España, distinguida como la Mejor Guía del Mundo en su género. En 2010, recibió su segundo Premio Nacional de Gastronomía.
Quiero que hable de Ferran Adrià, al que conoce desde hace treinta años, pero damos un rodeo en la conversación y charlamos de la comarca del Empordà, el epicentro de muchas cosas. En esta zona, a los pies de los Pirineos y bañada por la Costa Brava azota la tramontana, un viento frío del norte que la tradición popular dice que puede llegar a enloquecer y que ha sido cantado por escritores desde Josep Pla a Gabriel García Márquez.
Ignacio sabía lo que se cocía en el Empordà y viajaba con frecuencia a casa de su hermano, que tenía una masía en Besalú. El Motel del Empordà, en Figueres, era pura vanguardia en los años 80, además de ser el sitio en el que Pla pasaba sus últimos días en una mesa escribiendo. Había peregrinaciones desde Barcelona para probar las raspas de anchoas rebozadas, el garum, el bacalao a la brasa con muselina de ajos o la manzana rellena de carne. De este lugar, Ferran Adrià dijo un día: “Todo lo que ha pasado en la cocina española comenzó allí”.
En este perímetro dentro del kilómetro cero de la nueva cocina estaba el Bulli, un lugar en el municipio de Roses, a pocos kilómetros de la frontera con Francia en manos del matrimonio alemán Hans y Marketta Schilling. Por su cocina habían pasado ya cocineros de alto nivel como Jean-Louis Neichel, que ganó la primera estrella Michelin. Ahora había un jefe de cocina de 22 años llamado Ferran Adrià, un tipo de pelo largo ensortijado que acababa de hacer el servicio militar y que había trabajado en el prestigioso Finisterre de Barcelona y que pasaba a Francia con frecuencia a probar restaurantes.
Ignacio y su hermano iban con frecuencia al lugar, un día llevó a su hermano junto a tres amigos suyos a Cala Montjoi. Los comensales vieron la carta, que estaba compuesta por 25 platos y 15 postres y decidieron llevar a cabo un reto. Ignacio habló con Marketta y le planteó la idea loca. Al rato, los 25 platos y los 15 postres fueron desfilando por la mesa. Y aquella tarde se escribió un poco de historia, pues desde la cocina de el Bulli se sirvió el primer menú degustación en España. Y, además, empezó una larga relación de amistad y confidencias culinarias con Ferran Adrià.
Ensarta con el tenedor un dado grande de tortilla y responde con la velocidad del rayo. “¿Mis cocineros preferidos? Joan Roca, del Celler de Can Roca, en Girona; Sacha Hormaechea, de Sacha, en Madrid; Josean Martinez de Alija, de Nerua, en Bilbao; Enrique Olvera, de Pujol, en México DF; Ricard Camarena, de Camarena, en Valencia, y Rodolfo Guzmán, de Boragó, en Santiago de Chile.
Bebe un sorbo corto de vino y sigue. Me confiesa que sus restaurantes preferidos de España son: Celler de Can Roca, en Girona; Nerua, en Bilbao: Gueyu Mar, en Ribadesella, Asturias; Sacha, en Madrid, y Atrio, en Cáceres. Y sus mejores sitios para comer de América son Pujol, de México DF, Boragó, en Santiago; Gustu, en La Paz, y Fiesta y Malabar, en Lima.
(Continuará)
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