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Hermanos de sangre o de espíritu, pero siempre tirándose los trastos

En Música miércoles, 5 de abril de 2017

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Vi aparecer a Carl (Bârat) sobre la una menos cuarto de la mañana. Lo primero que pensé es que llevaba una máscara de Halloween puesta. Luego me di cuenta de que no. Era su cara. La tenía completamente ensangrentada, con un ojo casi fuera de su cuenca. Había estado discutiendo con Pete (Doherty) por una chica, y luego se había dado veinte o treinta golpes con su propia cabeza sobre la pila del cuarto de baño de mi casa de Gales, donde se alojaban.

Lo cuenta Alan McGee en Creation Stories: Riots, Raves and Running a Label (Sidgwick & Jackson, 2013), el libro autobiográfico en el que contó su experiencia al frente del sello Creation. Ya le habían advertido de que lo del tándem que daba vida a The Libertines no tenía parangón: ni con las correrías de tarambanas tan ilustres como los hermanos Gallagher (Oasis) ni con las de los hermanos Reid (The Jesus & Mary Chain). Pero él intentó meterles en vereda. Sin éxito, claro.

La del núcleo creativo de The Libertines es la historia de otra de esas atrabiliarias duplas, ya sean compuestas por hermanos de sangre o simplemente por almas gemelas -generalmente complementarias-, que nos ha legado la genealogía rock en las últimas décadas. Esas parejas que acaban por extraer petróleo de la relación de amor-odio que les une, que termina por constituir un inexplicable pero -a la vez- inapelable motor creativo a lo largo sus trayectos, y cuya química ya no logran reeditar cuando emprenden carreras por separado.

De hecho, los escoceses Jim y William Reid forman una categoría aparte dentro de esta taxonomía: asumen en público que el haber reclutado al productor Youth (Killing Joke) para su último álbum no responde solo a su capacidad para otorgar una pátina unitaria a las catorce canciones que integran Damage and Joy (Warner, 2017), el nuevo trabajo de The Jesus and Mary Chain en más de 18 años, sino también a su habilidad para poner paz en el estudio y evitar que ambos lleguen a las manos. Así nos lo confesaba el propio Jim Reid en reciente conversación telefónica.

Puede resultar extraño a simple vista, pero quizás no lo sea tanto si recordamos que en sus años mozos (mitad de los 80) obligaron a contratar a un par de guardias de seguridad, no solo para mantenerles a salvo de la ira del público en conciertos que acababan como el rosario de la Aurora (una especie de reedición extemporánea de los bolos de la era punk), sino para mantener a ambos angelitos a raya, cuando tocaba meterles en un estudio de grabación.

La tirantez entre los hermanos Gallagher es otro clásico. Pese a que Noel no se cansa de proclamar en público, cada vez que tiene oportunidad, que no volvería a reunirse con Liam ni por todo el oro del mundo (bueno, igual por 50.000 libras sí, al menos eso nos dijo hace un par de años), son legión quienes aún suspiran por una vuelta de Oasis. Lo cierto es que haría falta un auténtico subidón de química (de la fraternal y quién sabe si también de la otra) para que, caso de volver a asociarse, pudieran volver a dar forma a canciones tan perennes como “Live Forever”, “Don’t Look Back in Anger” o “Wonderwall”. Hay ententes y momentos que son prácticamente irrecuperables.

En cualquier caso, si hay que buscar (al margen de parejas mejor avenidas pero no exentas de cierta tensión creativa, como Lennon/McCartney o Morrissey/Marr) el molde de los tándems más avinagrados de los que podemos gozar en la actualidad, seguramente haya que remontarse a los años 60. A los Kinks o a los Stones. La difícil relación entre Ray y Dave Davies es de dominio más que público desde hace años. Especialmente desde que la plasmaron en negro sobre blanco, en las autobiografías X-Ray: The Unauthorized Biography (Overlook Press, 1995) y Americana: The Kinks, the Riff, The Road: The Story (Sterling, 2013), del primero, y en Kink: An Autobiography (Hachette, 1997), del segundo.

Tampoco es una secreto para nadie la mala relación que llevan años aireando los Glimmer Twins, quienes solo tienen de almas gemelas ese apelativo que alguien les puso hace ya demasiados años. O lo que es lo mismo: Mick Jagger y Keith Richards. Algo que no ha impedido que su discografía por separado sea más bien magra. Fundamentalmente, porque los Rolling Stones llevan mucho tiempo (¿décadas?) funcionando como una gran empresa, sin reparar en sentimentalismos. Richards despachó públicamente el endeble Goddess in the Doorway (Virgin, 2001) de Jagger como Dogshit in the Doorway (Mierda de perro en la puerta de casa). Y años más tarde se burló del tamaño de su pene (nada menos) en otra autobiografía con algunas cuentas pendientes, aquel Vida (Global Rythm Press, 2013).

Por contra, mucha más armonía parecen aparentar aquellas parejas de hermanos biológicos que presentan un enorme parecido físico, hasta el punto de parecer mellizos o gemelos (algunos lo son). Ese es el caso de los otros hermanos Reid escoceses, los gemelos Charlie y Craig (The Proclaimers), los hermanos Dewaele (Soulwax, 2 Many DJs) y la pareja formada por esas dos gotas de agua casi idénticas que son Guy y Howard Lawrence (Disclosure). En su caso, al menos proyectan la sensación de que en su devenir diario todo es armonía.

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