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Fragmentos

En Duodeno salvaje 1 abril, 2014

Óscar Peyrou

Óscar Peyrou

PERFIL

Fragmentos de pensamientos, de imágenes, de luces y sombras. Fragmentos verdaderos o falsos, dudosos. Lo ficticio es real. Trozos de un espejo caído que parece roto, pero que está entero y completo de otra forma. Lo ficticio también es real. Una llama que parece que está por apagarse y no se apaga. Memoria.

Son las 9 de la noche de un dia de verano. Es un día cualquiera. Nada especial ha ocurrido. Por la ventana miro el color del cielo que se empieza a oscurecer lentamente. Hay un avión que pasa todos los dias a las 10. Primero se oye un ruido y después, muy alto, se ven sus luces intermitentes. Siempre a la misma hora. Los árboles, contra el resplandor menguante, parecen negros, pero yo sé que no lo son. Hay varios colores en el cielo. Varios tonos de azul y hasta ese tierno índigo que tanto me gusta y que yo confundo con la música. En el borde inferior del horizonte ya aparece un borde rosado. Miro por la ventana y no estoy mirando por la ventana. Estoy en otro lugar muy diferente, años después. No sé dónde estoy. El cielo está cada vez más oscuro. No tengo ganas de ver el reloj. Me gusta mucho mirar por la ventana en este silencio, como si hiciera mucho que no duermo.

Hoy estaba caminando y recordé algo que no sé si ocurrió o soñé hace un tiempo. Qué extraña sensacion. Tampoco era algo nítido y por eso tiene las características de esos sueños que van desgarrándose como nubes en el viento a causa del tiempo transcurrido. Ocurrió o no ocurrió, me preguntaba con creciente intensidad y cierta angustia. Y ahora he olvidado todo. Todo se ha desvanecido. Sé que tenía dudas sobre si algo había ocurrido o no, pero ya no sé de qué se trata. Y lo único que me queda es la sensación de angustia entre esas nubes ya vacías que se mueven en el cielo cuando hay mucho viento.

“Debes ser tú mismo”, repiten incansablemente los profetas de la felicidad fácil. ¿Pero acaso hay alguna manera de no ser uno mismo? Siempre somos nosotros mismos, con nuestras miserias y nuestras glorias, hagamos lo que hagamos . Por eso, cuando alguien dice “quiero ser yo mismo”,  en realidad está diciendo “quiero ser otro”.

Desde que nací y hasta los 11 o 12 años mis padres me llevaban a veranear  a la playa. Salíamos muy temprano, de noche. El coche de mi padre era un descapotable inglés marca Flying Standard. Era de color negro y la capota blanca y sobre el motor tenía una insignia triangular de esmalte con la bandera inglesa. La playa estaba a unos 450 kilómetros de Buenos Aires y la ruta era de dos carriles. Adentro del coche se hablaba poco. Todos escuchábamos entre sueños el ruido del motor. Había muchos accidentes y yo conocía a una familia completa, con dos niñas muy bonitas, que había muerto en un paso a nivel atropellada por un tren. Cuando ya era de día, miraba por la ventanilla. No se veía nada: una interminable sucesión de colores verdes y marrones y algunas casas. Si abría la ventanilla entraba un olor maravilloso. Mi padre manejaba tan despacio que cuando yo me despertaba del todo ya tenía ganas de dormir, un poco hipnotizado por el zumbido del motor, la monotonía del paisaje y el aburrimiento. Nunca sabíamos a qué hora íbamos a llegar. O se estropeaba el motor o se pinchaba una rueda. Siempre pasaba algo. Esas fueron mis primeras y modestas aventuras.

¿Por qué cuando era chico el mundo era tan limitado? En el mundo solo existía mi familia. Cuando fui al colegio por primera vez, todos mis compañeros me parecían extraños, extranjeros. Un poco hostiles. El único lugar donde estaba cómodo era la piscina de un club al que iba. Estaba cómodo porque me gustaban la oscuridad y el silencio. Y sumergirme y mirar la superficie desde abajo. El espejo que se balanceaba. Y debajo del agua también estaba tranquilo y no me importaba que no hubiera nadie mas que yo.

Tengo el dedo gordo del pie derecho herido. Casi no me duele si no me lo toco pero tengo que tener cuidado. Subo al metro y casi inmediatamente -y como si formara parte de un operativo perfectamente ensayado- una gorda me pisa. Yo lanzo un alarido. El vagón se sume en un silencio expectante, como si esperaran que Caruso estuviera a punto de cantar un aria. Los que están alrededor saben que yo fui el que aulló, pero los que están más lejos, no. Así que miro a mi alrededor como si buscara al culpable del grito. Un asiento se desocupa. Me siento. Lentamente me voy calmando. De pronto descubro con sorpresa, con alivio, con un poco de verguenza, que no me dolió ni me duele nada, que la gorda me piso en el pie sano.

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