El Festival de Venecia, que este año celebra 90 años de vida, ha decidido empezar el certamen, como ya es costumbre desde algunos años, con una película estadounidense. Producida por Netflix, White Noise, ha visto el regreso a la laguna de Noah Baumbach tres años después del éxito obtenido con Marriage Story en 2019. Protagonista de la nueva cinta es otra vez Adam Driver, en su quinta colaboración con el realizador neoyorquino, que en esta ocasión interpreta a Jack Gladney, protagonista principal de la novela homónima de Don DeLillo sobre la que se basa la nueva película de Baumbach.
Driver interpreta a un profesor, director de un departamento sobre estudios hitlerianos, que vive durante los años ochenta en una pequeña ciudad del Midlewest con su cuarta esposa y sus diferentes hijos. La suya es una vida aparentemente satisfactoria incrustada dentro de un entorno familiar y de trabajo donde sobresalen, por un lado un miedo obsesivo hacia la muerte y una atracción perversa hacia la posibilidad de posibles desastres, por otro una vida rutinaria, anclada de forma casi inconsciente al modelo consumista americano. Este equilibrio se ve alterado por un incidente ferroviario del que se desprende una nube tóxica que obliga la familia y la población a enfrentarse de forma inmediata con una realidad insegura y potencialmente dañina. El efecto es desgarrador para la pareja que de forma totalmente inesperada es obligada a ahondar aún más en sus miedos más profundos, sobre todo el de la muerte.
La novela de DeLillo gracias a su escritura seca e irónica consigue transmitir una sensación de desasosiego que se hace cada vez más angustioso y que nunca omite una crítica profunda y fuertemente sarcástica de la sociedad americana de los ochenta, así como de sus dudas y sus miedos. Baumbach con su película alcanza este resultado sólo parcialmente ya que que utiliza de forma algo caótica y a veces excesivamente redundante los diferentes registros expresivos que caracterizan la novela, que oscila entre lo dramático, irónico y satírico. Si la primera parte convence por su forma de introducir los personajes y sus obsesiones, al avanzar el metraje, el conjunto pierde fuerza, llegando a ser redundante y donde las ideas y las situaciones asumen un carácter demasiado didascalico, afectando también la actuación de los intérpretes. La sensación es la de estar frente una obra con poca vida propia, basada en lo visual sobre una serie de citas de películas de los años ochenta y que no llegan a alcanzar un significado profundo, fuera de una reconstrucción bastante plana de los Estados Unidos, en una de sus épocas más hedonistas y vacías.
Tampoco, pero por otros motivos, convenció el tercer largometraje del actor (recordamos su interpretación de Nightingale en la última obra maestra de Kubrick, Eyes Wide Shut) y realizador Todd Field que vuelve detrás de la cámara dieciséis años después de la exitosa Little Children. Field es también el autor del guión de Tár, apellido de una exitosa directora de orquesta americana que pese a ser aclamada por el mundo de la música clásica tiene que enfrentarse día tras día tanto a diferentes dificultades profesionales como a las incertidumbres y a los fantasmas de su vida personal.
El retrato que Field nos entrega de Lydia Tár (una soberbia, aunque en algunos momentos algo recargada Cate Blanchett) vive entre una descripción de carácter realista (varios son los nombres así como la orquestas citadas que pertenecen efectivamente al mundo actual y pasado del entorno musical clásico) y otro que se entrega totalmente a la ficción. De hecho el éxito alcanzado por la directora, sus contratos para la Deutsche Grammophone, el glamour de su imagen publica, así como su influencia sobre orquestas renovadas con la Filarmónica de Berlín o de Nueva York son difíciles de encontrar, lamentablemente, en la carrera de las directoras de orquesta que vemos hoy en día.
Esta ambigüedad termina por influir en el desarrollo del argumento, sobre todo el que se refiere a los momentos que describen el trabajo de la directora, ya que a menudo la situaciones contadas caen en la trampa de insistir en estereotipos innecesarios, y a menudo nada verídicos, relacionados a la figura de los intérpretes del repertorio clásico; los caprichos, una gestualidad exagerada y totalmente innecesaria en la dirección de los conjuntos orquestales, así como la necesidad de la protagonista de encontrar un aislamiento que la aleje de la vida real.
Mejores son las partes dedicadas a la vida personal de Tár, las que se centran sobre todo en la descripción de sus obsesiones (muy logradas las que tiene a que ver con el sonido y el silencio) y a sus pasiones hacia las mujeres que la rodean. Sin embargo, el problema de la película es que pese a recoger de forma a veces muy cautivante los indicios de un desasosiego existencial profundo, lo hace a menudo de manera demasiado alusiva, dejándonos solo indicios y nunca profundizando las razones intimas de dichas inquietudes. Una lástima, ya que el material podía ser aprovechado de forma más cautivadora, sin además caer en el final cuya resolución resulta innecesariamente forzada, poco convincente y algo banal.
Las dos películas de habla francesa del certamen presentadas en estos primeros días de la Mostra tampoco han dejado una buena impresión por diferentes motivos. Un couple del veterano director estadounidense Frederick Wiseman, que por primera vez se enfrenta al cine de ficción después de sus más de 60 celebrados documentales, es una obra minimal de poco más de una hora, basada en una conversación epistolar entre Tolstoi y su mujer Sophia. Nathalie Boutefeu interpreta y da voz a Sophia que lee sus cartas en entornos de paisajes marinos o en jardines repletos de flores, mostrados por Wiseman con el rigor visual que caracteriza toda su obra.
Rodada en Francia y en francés durante el aislamiento al que fue obligado el realizador durante el primer brote de la pandemia, la cinta no consigue sin embargo ir más allá de una serie de bonitas imágenes acompañadas por los pensamientos íntimos y familiares de la mujer de gran escritor ruso. Todos resulta frío, sin emoción y francamente aburrido así como redundante, pese a los pocos minutos del metraje.
Exactamente lo contrario ocurre con Athena (producida y distribuida por Netflix) de Romain Gavras, hijo del gran cineasta griego Costa-Gavras. En este caso nos enfrentamos a un cine muscular, extremadamente dinámico impregnado de violencia y tensiones emotivas. Athena es el nombre de una barrio periférico de una no bien identificada ciudad francesa donde se desata una protesta armada de los jóvenes del barrio a causa del asesinato de un joven de origen árabe supuestamente perpetrado por la policía. La frustraciones personales de una familia problemática y el resentimiento general por una integración nunca realizada de las nuevas generaciones de inmigrados en las banlieues francesas son la mecha que llevan a un enfrentamiento, ya con rasgos de una verdadera guerra civil.
Gavras utiliza repetidamente largos plano secuencia que siguen de cerca los diferentes actores sin casi momentos de pausa y con un ritmo que quiere ser el correspondiente visual de la tensión continua entre los personajes dentro de un entorno ciudadano doméstico claustrofóbico. Inicialmente este expediente funciona bastante bien, pero ya a los poco minutos se hace extremadamente cansino y excesivamente repetitivo. La denuncia que quiere hacer el director de la situación al límite que vive nuestra sociedad es sin duda potente y de gran interés, sin embargo la manera algo recargada de enfocar las tensiones y el avanzar sin pausas de la narración termina por quitar fuerza al metraje dejando poco espacio a una reflexión mas articulada sobre el tema.
Fuera de concurso, sobresalió la tercera temporada de la mini serie ideada y dirigida por Lars von Trier, Riget (en esta tercera entrega denominada Exodus) que empezó su camino, con su primera temporada, justo en la Mostra de 1994 (donde fue casi ignorada durante su primera proyección para la prensa) para seguir con su segunda parte (alcanzando un éxito mucho mayor) en la Mostra de 1997. La tercera parte retoma el argumento del Hospital Riget, infestado de fantasmas, extrañas criaturas y médicos caracterizados por ser víctimas de esperpénticas manías, 25 años después.
El tiempo no ha afectado mínimamente el peculiar estilo visual de la serie y las atmósferas que caracterizaban las primeras partes de los años noventa. De hecho Lars von Trier consigue mantener una fuerte continuidad con los capítulos anteriores, cambiando los personajes y añadiendo nuevas situaciones pero manteniendo inalterado esa peculiar mezcla entre elementos terroríficos y misteriosos y momentos de comedia cargados de ironía y sarcasmo, sobre todo en los que se refiere a la relaciones entre los médicos del Hospital.
Las poco menos de cinco horas de duración de los cinco capítulos que componen la serie vuelan literalmente delante del espectador gracias sobre todo a logrados cambios en el ritmo narrativo de la historia, perfectamente planificados, y a la capacidad del Lars von Trier de intercambiar con naturalidad los registros según las necesidades de la narración. Narración que avanza algo lentamente en las primeras tres partes pero que en las últimas dos partes dan vida a un crescendo, paulatino pero inexorable de gran impacto, sin que nada en el proceso resulte innecesario o forzado. Sin duda, una de las obras más logradas del controvertido, pero siembre genial, director danés.
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