¡Chssst! Silencio. Escuchad. Ese sonido… ¿Sí? ¿Os llega? Son las teclas de centenares de ordenadores, golpeadas sin compasión por hordas de fans del Festival de Sitges (52 Sitges-Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya), que este año se celebra entre el 3 y el 13 de octubre. A poco que pongáis atención en estos días previos al inicio del certamen, la verdad es que no es complicado oír esas teclas.
Están batallando con sus excels, es fácil percibir esa ansiedad, ese crepitar de neuronas cerebrales trabajando todas por el mismo objetivo: añadir columnas, quitar filas, modificar celdas, lo que sea con tal de conseguir la cuadratura del círculo sitgetano, esto es, ajustar los horarios al máximo para no perderse ninguna de sus películas objetivo… que acostumbran a ser demasiadas para solo 10 días de festival (9 en realidad, porque el último está dedicado exclusivamente a maratones de cintas ya proyectadas). A cualquiera de ellos le grabas un par de minutos, luego le pones música de Hans Zimmer o de Steve Jablonsky, y el vídeo que te queda es de una épica que lo flipas.
Enfrentarse a una hoja de Excel vacía es uno de los peajes obligados de todo auténtico fan de Sitges que se precie de serlo. Otro es dejarse la vida el día de inicio de la venta de entradas. El pistoletazo de salida a la hora convenida suele ser un momento de máxima tensión para el fan, plenamente consciente de la variada casuística de problemas a los que se enfrenta. Desde una posible caída del servidor a causa de la gran demanda de tráfico (le ha pasado este año al Festival de San Sebastián, sin ir más lejos), hasta un fallo en la conexión que borre por arte de magia todas las entradas cuidadosamente seleccionadas y obligue a comenzar de cero otra vez.
Esos son los síntomas del éxito del Festival de Sitges. Y no son los únicos. Ahí están, por ejemplo, las extraordinarias cifras de venta de entradas, cifras que suben cada año y que se traducen en interminables colas en taquillas y en muchas sesiones agotadas, algunas incluso desde el primer día de venta de entradas.
El certamen goza desde hace años de una popularidad inmensa que es difícil encontrar en épocas pretéritas. Se ha convertido en un fenómeno de fans, sus redes sociales tienen una efervescencia de la que pocos festivales de cine pueden hacer gala en la actualidad.
Sitges plantea un calendario de eventos que se repite cada año y que ha fidelizado a los fans, que esperan con anhelo cada una de sus cuatro etapas: la presentación del cartel y el correspondiente leitmotiv (en el segundo trimestre del año); el anuncio de los primeros títulos (en julio); la publicación de la programación completa (justo después de la Diada de Catalunya el 11 de septiembre); y el inicio de la venta de entradas (unas dos semanas antes del inicio del festival). La verdad es que nunca se ha hablado tanto (y lo ha hecho tanta gente) de Sitges.
Para bien o para mal, esto es Sitges en la era Ángel Sala, que dura ya 18 años (y ojo a este dato ¿eh? Estaría bien comprobar si existe en la actualidad algún festival de cine con un director de cine más longevo en el cargo que Sala ¿no?). No sé qué pensará de todo esto Joan Lluís Goas, que dirigió Sitges en la que muchos coincidimos que fue su etapa dorada, la de los años 80. O Àlex Gorina, que literalmente lo salvó de su extinción (y nunca, nunca, nunca, nunca se lo podremos agradecer suficiente).
Pero ¿acaso saben estos nuevos fans quiénes fueron Goas y Gorina? ¿O Ráfales y Catafal? No quisiera pecar de presuntuoso, pero me temo que pocos. Ciertamente esto no es un examen, es un festival de cine. Y bienvenidos sean todos los fans tengan la edad que tengan y sepan lo que sepan del festival. Pero el conocimiento de la historia del certamen otorga una perspectiva que permite verlo de manera más sosegada, permite entenderlo mejor más allá de la (inevitable) indigestión anual de 50 películas en 9 días y de las (más inevitables aún) carreras entre el Auditori y el Retiro o el Prado.
Sitges es un festival que proyectó el primer año 24 títulos en su totalidad (sólo la sección competitiva de este año ya tiene 11 más), pasó por los 56 del año 1992 en su 25 aniversario, y llegó hasta las 255 películas que se proyectaron en 2017 coincidiendo con los 50 años del festival. Sólo este dato ya da una idea del crecimiento exponencial de este certamen.
Son, pues, miles y miles las películas que se han proyectado en el festival a lo largo de sus 52 años de vida. No todas han tenido el mismo impacto, claro, pero desde luego sí que todas han construido el Sitges del que podemos gozar hoy en día. Todas. Sin excepción. Largometrajes, cortometrajes, series de televisión, piezas de realidad virtual: cada una de ellas ha servido para que el festival pudiera proponer cuál era en cada edición su mirada hacia el género. Es lo que hace un festival al incluir unas películas y dejar fuera de programación otras: editorializar, opinar sobre las tendencias actuales. Por eso es tan importante la perspectiva, porque mirando qué se proyectó cada año en Sitges (y qué no) es posible armar un discurso a lo largo del tiempo que, al menos a mí, me resulta extremadamente apasionante, tanto o más que la inmediata actualidad a la que nos debemos los comentaristas de cine.
De estas películas, por supuesto, han surgido jugosas anécdotas que darían para un libro de lo más entretenido. Desde El ángel exterminador, de Luis Buñuel, que fue programada en la primera edición de 1968, pero que no pudo proyectarse porque la censura secuestró la copia y prohibió su exhibición pública; hasta el pase en 1982 de La última ola, de Peter Weir, en el que se coló un rollo de una película pornográfica; y pasando, cómo no, por la famosa sesión de Re-Animator, de Stuart Gordon, en el Retiro y en la época en que el público tenía unos audífonos en la oreja mediante los que seguía la película con traducción simultánea: un espectador se desmayó y el traductor dejó de seguir los diálogos de la película y preguntó si había algún médico en la sala.
La lista de anécdotas es interminable. La de películas que han marcado de una manera u otra el festival no lo es, pero excede, y mucho, los límites de este texto. Cabe recordar, a modo de ejemplo, que en 2004 en Sitges descubrimos a James Wan cuando nos enfrentamos por primera vez a Jigsaw en el primer Saw; que en el Sitges de 1997 contuvimos el aliento durante la proyección de Cube (literalmente, como si el Auditori estuviera dentro de uno de los siniestros cubos de la película y cualquier ruido hubiera supuesto no solo la aniquilación de los personajes sino también la nuestra); y que fue en el año 1992 en Sitges donde un joven director desconocido, desgarbado, y sobre todo imposible de callar presentó en persona su ópera prima, Reservoir Dogs.
Las películas marcan, pues, el camino, y son las que, al fin y al cabo, hacen que el balance general de Sitges arroje mucha más luz que oscuridad. Porque son las películas las que siguen haciendo de Sitges el festival de referencia a nivel mundial de cine fantástico. Las que, con su presencia aquí, siguen ampliando de manera inteligente los límites del género, apostando tanto por el cine fantástico más ortodoxo como por otro más tangente. Y son las que ofrecen a sus asistentes un refugio anual donde impera la fantasía y que sirve para resguardarse de la aburrida cotidianeidad.
Es la perspectiva, pues, la que facilita la comprensión de un certamen que se ha hecho adulto y ha cambiado mucho. Saber de dónde venimos, ver lo que se ha perdido por el camino y lo que se ha ganado con los años, facilita enormemente la tarea de decodificar el momento presente y de aceptarlo. Porque sí, Sitges es hoy muy diferente del que era en tiempos de Goas o de Ráfales, pero sigue manteniendo (afortunadamente) su esencia, su razón de ser: aportar al aficionado una visión de la vida y de la realidad filtrada por el relato fantástico.
Sitges es, qué duda cabe, el mejor momento del año para muchos. Para muchos entre los que yo me cuento, felizmente. Somos muchos los que besamos el suelo cada año la primera vez que entramos en el Auditori. Los que aguantamos con tesón las temperaturas bajo cero de las filas del fondo del Retiro, cortesía de unos aparatos de aire acondicionado antediluvianos. Los que adoramos toda la arquitectura interior del Prado, aunque echamos de menos un poquito más de insonorización (en los pases a mediodía, uno sabe exactamente a qué hora salen los niños del colegio). Los que tenemos esa relación amor/odio tan peculiar con la Sala Tramuntana y sus butacas prestadas (¿compradas? ¿robadas?) de algún extinto cine Lauren (el logo de la empresa está multiplicado por mil en cada asiento).
Si sois habituales de Sitges, sabéis de lo que hablo. Si os vais a asomar este año por primera vez a este paraíso, sed bienvenidos al mejor festival de cine del mundo. Los que lo poblamos desde hace años (o décadas) os esperamos con los brazos abiertos… y la motosierra engrasada.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!