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Cultura

Fernando Castro Flórez: El traje nuevo del emperador. Parte II

En Entrevistas, Slow Movement, Cultura 27 agosto, 2017

Alejandro Serrano

Alejandro Serrano

PERFIL

Continuamos con la segunda parte de la entrevista al comisario, profesor y crítico de arte, Fernando Castro Flórez, que iniciábamos aquí.

ALEJANDRO SIERRA: ¿A dónde nos está llevando esta permanente warholización, llena de gurús del buenrollo, donde el culto al todo vale, en multitud de campos, es la norma?

FERNANDO CASTRO FLÓREZ: No tengo nada ni contra Warhol ni contra el todo vale o, por lo menos, no estoy en condiciones de sostener un criterio cultural y estético que desmantele para siempre el relativismo o convierta en ceniza la peluca de aquel Don Tancredo que fue capaz de magnetizar a tropas de anfetamínicos en un tugurio forrado con papel de plata. Ojalá aprendiéramos algo de Warhol o, por lo menos, fuéramos capaces de revisar su paródica filosofía, en la que no deja de aparecer la sombra de la muerte y la melancolía a través del culto al glamour.

Andy Warhol. Foto: Greg Norman

Otra cosa muy distinta, pienso que es eso que calificas como gurús del buenrollo que, aunque no asocias con ningún nombre, podrían valer tanto para Punset como para Luis Racionero. En general, en nuestro destartalado país abundan más, principalmente, los cenizos y los profetas de un final que no termina de llegar.

El rol inercial es, en mi opinión, el del abuelo cebolleta, esto es, un intelectual casposo que no tiene ningún pudor a la hora de repetir anécdotas rijosas, citar libros que conoce solapadamente, mencionar, una y otra vez, amigos íntimos que no son, en definitiva, más que cómplices de la corruptela mediático-pseudo-cultural. Algunos han hablado de la generación gin (aludiendo a la querencia al gin tonic que tiene esta senil cuadrilla que aburre a las ovejas con sus consejas y embadurna folios, que luego son encuadernados con precipitación), que alicata con sus pulsiones tertulianescas los periódicos y, de cuando en cuando, suelta una soflama en las redes.

El rebuzno es, desde tiempo inmemorial, normativo en nuestra fauna letra-herida. Tengo la impresión de que los culturetas hispanos no tienen casi nada de warholianos y si tuvieron, por pura casualidad cronológica, un fortuito bautismo postmoderno (en tiempos de aquella Movida promovida por el Ayuntamiento), recurren a esos recuerdos como si estuvieran esquiando por una caspa ancestral que todavía acumulan en sus sórdidas chaquetas. Lamento apostillar que si los pocos que están iluminados por los focos del reconocimiento son bastante patéticos, los resentidos de todo signo (algunos de ellos académicos empantanados hace años en su ineptitud absoluta y recluidos ahora en la cripta burocrática de las acreditaciones, verificaciones y otras zarandajas ministeriales repugnantes) no merecen ser analizados, salvo que uno quiera recuperar aquella profesión de inspector de alcantarillas que Giménez Caballero asumiera de forma delirante.

¿Crees, como el profesor y crítico de arte Miguel Ángel Hernández, que el arte debería funcionar como vomitorio, como lugar de desalojo de las sobras del espectáculo?

Comparto muchas de las reflexiones de Miguel Ángel Hernández Navarro aunque convendría matizar que el vomitorio al que alude es menos escatológico de lo que podríamos desear. Hemos dado algún paso más allá del estadio lacaniano del arte (sin haberlo dejado de lado ni mucho menos) y seguimos planteando la cuestión, magistralmente formulada por Ángel González García, de que el resto puede ser tanto lo que sobre cuanto lo que falta.

Miguel Ángel Navarro Hernández

Cincuenta años después de la publicación de La sociedad del espectáculo de Guy Debord (conviene recordar que en 1967 se publicó también El medio es el masaje de McLuhan), necesitamos producir herramientas teóricas y procesos creativos que nos permitan escapar de una concepción satánica del espectáculo. Creo que no nos conviene alimentarnos de raciones de nihilismo o pretender que estamos trazando una línea de resistencia cuando repetimos topicazos que ya estaban desgastados hace décadas. Cuando hablamos de lo que el arte debería ser, tendríamos que adoptar una actitud por lo menos irónica o acaso decididamente corrosiva, para no revestirnos con la antigua sotana ni adoptar el tono jesuítico.

El arte puede ser un estercolero o una grieta, una experiencia infraleve o un gusano del oído, una obsesión que no podemos reprimir o algo que traza una línea de fuga. Acabo de leer, en plenas vacaciones, varios libros de Enrique Vila-Matas y he encontrado numerosos pasajes en los que meditando sobre el final de la literatura es capaz de animarnos, valga la repetición absurda, a animarnos. Cito un pasaje de El mal de Montano: Yo estaba solo y estaba bien estándolo y de vez en cuando pensaba en el arte de despreciar el arte, del que habla Pavese para referirse al mundo de los diarios personales: “El arte de despreciar el arte –El arte de estar solo”. No soy, perdón por el tono confesional, un misántropo, disfruto de la conversación, porque ahí puede estar, como dijo Beuys, la mejor obra de arte. Me gustaría pensar que el arte no es solamente un vomitorio, aunque solamente fuera para olvidar la vomitera que me entró tras comer en Quique Dacosta o el dolor (analógico) de barriga que me produce pensar en la obra de Barceló.

¿Cómo es posible en una época donde la pulsión fetichista y el exceso de información nos está llevando a estéticas tan reducidas«…donde parece que éstas se han convertido en la ideología de una época que se precia de no tener ninguna?»? ¿Dónde queda la transgresión en este paradigma donde hasta lo escandaloso está siendo abducido por lo institucional? ¿Nos confundimos al entender la cultura como un juego de la libertad? ¿Acaso no falta más responsabilidad y compromiso?

No tengo la impresión de que estemos en un momento de reducción de los planteamientos estéticos, al contrario, parece que asistimos a infinidad de fenómenos complejos, desligados (afortunadamente) de una rígida conceptualización, las cartografías revelan su condición provisional y, si bien estamos sometidos al tsunami de la información viral-en-red, esa pulsionalidad analógica no carece ni de intensidad ni de interés. La furia de las imágenes, un libro excepcional de Joan Fontcuberta, ofrece pistas para adentrarse en el espejo roto (por aludir a la serie de culto Black Mirror) en el que tenemos que aprender a reflejarnos.

Por otro lado, considero que la transgresión no tiene que ser necesariamente un elemento articulador de los procesos artísticos ni el escándalo es lo más revelador en la experiencia estética. Ciertamente, el shock (esto ya lo estableció Octavio Paz en Los hijos del limo) se ha tornado tradicional y si queremos raciones de frikismo y anormalidades sin cuartel, basta encender la televisión a media tarde. El reality-show vino a poner las cosas difíciles a muchos transgresores de pacotilla.

Alberto Chicote

Veía, hace pocos días, al llamado Rey del Pollo Frito y sentía que su discurso de carcamal pasota me taladraba (metafóricamente) el hígado. Por un momento, pensé que era el más abominable ejemplo de transgresor institucional, aunque luego recordé la nómina de radicales subvencionados que pululan por lo museos de arte contemporáneo. A todos los jetas que conozco, implicados en innumerables recodos del sistema del arte, no se les cae de la boca la palabra compromiso. Algunos, hasta tienen a gala ser profesionales y no faltan los que hasta hacen giras por provincias, como apóstoles de las buenas prácticas.

Tengo que compartir contigo el diagnóstico de que vamos rumbo a peor aunque esto puede llevarnos a una euforia loca: no se puede caer más bajo. No me compré (aunque estuve a punto de hacerlo) la camiseta que vendían en La Central con la frase mítica de I would prefer not to. Es, como tú mismo dices, tiempo para hacer algo, aunque sea para no colaborar a la taxidermia inconsciente.

Para concluir, retomando el caso de Quique Dacosta, en un momento donde todos somos el colmo de la vanguardia, en todas las esferas, ¿dónde queda lo esencial?

Yo soy el colmo: pagué una cuenta enorme y, valga la frase chusca, me la metieron doblada. Gracias a Dios (aquí apelo incluso a la Teología) no somos vanguardistas. Mi heroico pasado de objetor de conciencia me impide el ejercicio de las armas. Más allá de las bromas pachangueras, pienso (si es que este verbo no está sobrevalorado) que lo esencial está en La lección inaugural (de Barthes para más señas) que invito a leer. Ese si es un menú degustación con mucho saber y sabor.

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