Dios nos libre de las frases grandilocuentes, tajantes, terminantes. Conforme uno cumple años y va viendo cómo el mundo se va tornando cada vez más complejo, conviene huir de las categorizaciones concluyentes. Para no salir escaldados. Eso lo dejamos para algunos de nuestros políticos, los putos amos en la materia. Nadie simplifica mejor. Pero quizá no sea descabellado decir que nunca como ahora ha estado el pop y el rock español más en contacto con las raíces de su música popular.
No lo decimos por ganas de epatar: basta echar un vistazo a los discos que se están editando en las últimas temporadas, desde cualquier rincón del estado, y comprobar cómo muchos de ellos están reformulando nuestras viejas músicas desde una perspectiva contemporánea.
Sin pretender hacer un repaso exhaustivo, que daría para un apasionante libro entero (uno de esos que uno barrunta en su mollera desde hace más de un lustro pero no concreta: es difícil poner puertas a ese campo): Lo hacen Maria Arnal i Marcel Bagés o Rosalía en Catalunya, lo hace Rodrigo Cuevas en Asturias, lo hace Baiuca en Galicia, lo hace Amorante en Euskadi, lo hacen Califato ¾ o Niño de Elche en Andalucía, lo hace Sandra Monfort en València, lo hacen Los Hermanos Cubero en Castilla La Mancha…
Todos se interesan por la tradición musical de sus respectivas tierras, y les insuflan el conocimiento y la tecnología actuales para dar un nuevo lavado de cara a cantares, muñeiras, coplas, jotas, seguidillas, cant d’estil, rumbas, fandangos y cualquier otra muestra del venerable folklore musical que se extiende por nuestra piel de toro, tan rico y diverso como las distintas lenguas que lo vehiculan. Hasta el fado luso ha sido sometido a un buen meneo en manos de Raül Fernández Refree y la portuguesa Lina, para síncope de puristas.
En realidad, todos ellos continúan la labor ya emprendida desde hace cosa de dos décadas por Diariu, Lucas 15, Emilio José, Mox, Los Planetas, Grupo de Expertos Solynieve y toda la cohorte de discípulos de Morente, Guillamino, el propio Refree y tantos otros. Durante muchos años se dijo que el indie español que brotó en los noventa era mimético, apocado, autista, sin apenas poso y con magra relación con el substrato sociocultural del que surgía, ya que solo importaba modismos foráneos. Pese a sus logros y algunos discos para la historia, es algo que no se puede negar. Generalizando, vaya, que es inevitable.
Pero rara vez se subraya que los supervivientes punteros de aquella generación están a punto de sobrepasar las tres décadas de trayectoria con una consistencia inusual en la plana mayor de músicos de la generación inmediatamente anterior, y que lo están logrando (sobre todo) gracias a su atrevida forma de rescatar, revisar o fagocitar los géneros tradicionales de sus tierras, aquellos que ignoraban de jóvenes pero que ahora exploran con la misma bendita insolencia con la que abordaban aquellos riffs de guitarra ponzoñosos, aquellos pedales de distorsión y las correspondientes rimas en un inglés de academia Opening.
Mencionábamos el fado: un género que desgraciadamente fue asociado en Portugal con la dictadura de Salazar. Durante décadas. Lo mismo que ocurrió aquí con la copla, ligada —injustamente— al imaginario de la dictadura franquista. Ha pasado el tiempo suficiente como para que cualquier visión estereotipada salte por los aires, se ventilen prejuicios y cualquier manantial musical de nuestro pasado sea susceptible de ser reivindicado y actualizado.
La paradoja es que todo este resurgir de nuestras músicas desde una perspectiva moderna coincide, por contra, con el momento histórico en que más se desprecia la cultura de la periferia peninsular. Al menos así es por parte de quienes, en su alarde centrípeto (es fácil cansarse de la extenuante matraca centralista de estos días, que se extenderá mucho más allá del 4 de mayo), tienen una visión de España tan estrecha que solo caben ellos. Sí, hacen mucho ruido. Pero es que también son muchos.
Muchos de quienes proyectan a esa visión uniforme y se envuelven en la rojigualda (que lo mismo sirve para animar a la selección de fútbol como para curar un virus planetario) apelan con frecuencia al espíritu de la transición y a los padres de la sacrosanta Constitución. La lástima es que no recuerden (ni ellos ni casi nadie) que en aquellos tiempos era frecuente que cualquier música cantada en catalán, gallego o euskera (Lluís Llach, Milladoiro, Al Tall, Mikel Laboa, decenas más), no solo fuera vista con una simpatía que hoy brilla mayoritariamente por su ausencia, sino también celebrada como parte de una riqueza común, y no como el incordio —lingüístico, estético, identitario— con el que tantos y tantas la desdeñan.
Pobres de quienes aún no se den cuenta de que la auténtica Marca España la deberían —ojalá— encarnar los nombres mentados en el segundo párrafo de este texto. Son parte de nuestro mejor patrimonio cultural. No solo ellos, claro. Pero el futuro difícilmente se construirá sin ellos. Cuántas mentes podrían abrir sus discos y conciertos. El mundo corre en la misma dirección que lo están haciendo, y habrá poca vuelta de hoja ante eso. Por muchos monstruos que surjan en el claroscuro entre lo viejo y lo nuevo, y el atronador ruido que hagan.
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