El estreno de Marco, (Garaño, Arregi, 2024), la película sobre la falsa víctima de campos de concentración nazis, permite una reflexión sobre un fenómeno más general: la burbuja del victimismo como corriente cultural.
De la reclamación del expresidente de México, López Obrador a la Casa Real española, solicitando que ésta pida perdón por los agravios ocasionados hace más de medio milenio por el Imperio español, a la moda televisiva de la explotación de episodios traumáticos en esa corriente de emotividad y superación personal de la que fue maestra Oprah Winfrey; de los raptos de racialización, los extemporáneos estudios poscoloniales o la cancelación indignada en la peor versión del fenómeno woke al uso histriónico de los polémicos canales de denuncia anónima en el delirante «caso Errejón» and so on, hace tiempo que la víctima se ha convertido en un eje para la comprensión de nuestra época en una clave cultural.
A su vez, la dimensión cultural del victimismo es amplia y compleja. En una llamativa confusión de los planos moral y artístico, en Hollywood ya existe una larga tradición de reparación simbólica a las víctimas a través de premios de interpretación a actores y actrices en papeles de seres golpeados por la injusticia. En El poder de lo cuqui, el filósofo Simon May encuentra en esta categoría estética de lo cute (del tipo Kawaii o Hello Kitty) el juego pícaro de la gala del desvalimiento. En el plano literario, hace tiempo que propongo para la autoficción novelada la etiqueta de auto-aflicción (no sé si alguien más habrá acuñado la expresión).
El Real Madrid no acude a la gala del Balón de Oro por sentirse agraviado. Después de azuzar a la gente especial en el asalto al Capitolio y polarizar su pais, Trump se califica a sí mismo como víctima de una caza de brujas política. Los zaheridos por ofensas simbólicas se multiplican por doquier. En esa burbuja de victimismo, el episodio en apariencia más peligroso, el de ser una falsa víctima quizás sea finalmente el menos interesante de todos. Si algo inquieta sobremanera en la actuación de Eduard Fernández en Marco no es que el atribulado personaje engañara al gobierno español llegando a la presidencia de la Asociación de Víctimas del Holocausto, ni sus mentiras, ni la forma en que se hizo pasar por deportado y víctima de Flossenburg en emotivas charlas en colegios, lo inquietante, es la forma en que Enric Marco llegó a creerse sus propias mentiras.
La primera vez que leí algo sobre el peligro que esconde la autocomprensión de uno como víctima (ojo, no en un sentido puntual o episódico como «haber sido víctima de un abuso, una agresión o un atraco», sino en un sentido ontológico como ser víctima) fue en La tentación de la inocencia (1996), el ensayo del pensador francés (ciertamente con el tiempo venido a menos) Pascal Bruckner. Allí, el escritor parisiense y decembrino llamaba inocencia a esa enfermedad del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus inconvenientes. Al decir de Bruckner esa actitud se expandía en dos direcciones, el infantilismo y la victimización. En la primera, la inocencia parece una parodia de la despreocupación que culmina en la figura del inmaduro perpetuo. En la segunda, es sinónimo de angelismo: falta de culpabilidad, incapacidad de cometer el mal.
En una escala mayor, el peligro de la inocencia radica en la facilidad con la que ésta deviene verdugo: es el caso de los nazis que se sintieron víctimas del Pacto de Versalles, de la retórica de Serbia en las limpiezas étnicas de los Balcanes, de ETA, víctima de la opresión española, hoy de los fundamentalistas islámicos víctimas de esa nebulosa entelequia llamada Occidente o de la extrema derecha de Israel capaz de asesinar a decenas de miles de palestinos en nombre de otras víctimas de la sinrazón y la crueldad.
El nuevo repunte de la victimización ha encontrado en los tiempos de la emotividad, el sentimentalismo o lo que en otro lugar llamamos «nueva sensibilidad» un influyente aliado cultural. De acuerdo con la nueva agenda de los medios de comunicación o la configuración lacrimógena de platós, y tertulias la confesión y la descripción de detalles de la vida privada que antes estaban reservados al ámbito de la intimidad se ha normalizado. Se trata no de la distopía de Orwell en que lo íntimo es avasallado por el poder público sino, como vio tempranamente Sánchez Ferlosio, de la forma en que lo privado invade lo público.
La estética del reality con sus emociones desbordadas confluye con el infantilismo y el narcisismo epocal y se puede escuchar en la política, a menudo y desdichadamente en la sonrisa partidista tras la foto de víctimas de verdad. Justamente el autor de la clarividente La cultura del narcisismo, el sociólogo Cristopher Lasch del que ya hablamos en esta sección de El Hype, dedicaba en El yo mínimo incisivos detalles sobre cómo la victimización transforma al sujeto ético en receptáculo estático legitimado para todo.
Ser víctima otorga un perverso poder, una posición de fuerza, por ello hace años aparecieron ensayos como el de Daniele Giglioli, Crítica de la víctima porque alguien que ontológicamente es víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse.
Tampoco resulta posible dejar de conectar el nuevo victimismo con una corriente cultural más amplia que tiene que ver con el infantilismo, la demanda del «casito» en los tiempos de la gran red social o la necesidad de atención en un siglo saturado de eventos así como con un estadio de la historia de las ideas y en particular del deteriorio más frívolo de la idea de libertad. Por ir solo a esto último, se debe a Benjamin Constant la contraposición de la libertad en el mundo antiguo, entendida como participación en las normas que nos gobiernan (un ciudadano libre –griego, romano– es aquel que no obedece normas en cuya elaboración no ha participado), y la libertad de los modernos, comprendida ésta como una esfera de autonomía frente al poder. En la posmodernidad, la libertad parece no consistir tanto en el ejercicio de derechos políticos o civiles como en la liberación hiperindividualista de ataduras, sean estas las historias de los grandes relatos, sea una forma de rebelión contra jerarquías incluidas las figura del experto o del profesional, sea la ruptura con la razón en favor de la emoción, sea la desvinculación con la verdad (los hechos alternativos).
Si antes el peligro de la victimización radicaba en la potencial transformación de la víctima en verdugo, hoy tiene que ver más con el tipo de comunicación de una esfera pública fragmentada. Hemos pasado de la sociedad de masas a la sociedad de grumos (grupos aislados en burbujas de reafirmación constante). Escuchamos quejas, lamentos, denuncias por todas partes. ¿Cómo distinguir a la víctima real del narcisismo victimizado?
Hay una señal: a las víctimas reales les cuesta encontrar las palabras, bien porque murieron aplastadas por individuos peores que ellas, bien porque les quebraron el habla y el relato interior que un día se hicieron de sí mismas, como las mujeres violadas, los niños abusados sexualmente o los torturados. Las víctimas en los tiempos del narcisismo individual o político, aquellas que se definen permanentemente así, no cesan de ocupar micros, de tirar bombas y de ocupar territorios. En otros casos, la víctima se hace parte de un juicio donde como juez solo encuentra culpables. O como en el caso de Enric Marco, el falso deportado de Flossenburg, en la soberbia interpretación de Eduard Fernández, llega un momento en que parecen, como la burbuja de victimismo a la que hemos dedicado esta entrada, que estén a punto de explotar.
Hermosos: Gestos de solidaridad con las víctimas de la DANA que ha destrozado vidas y pueblos de Valencia.
Malditas: Agresiones, violaciones, torturas a víctimas de verdad.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!