Ravenna es una ciudad dantesca por elección. En esta ciudad terminó sus días el gran poeta italiano tras un largo peregrinaje y su exilio de Florencia, y en ella se encuentra su tumba. El espectador/Dante de la última edición 2022, la trigésimo tercera, del Ravenna Festival ha encontrado este año un Virgilio especial para guiarlo a lo largo del poliédrico programa que caracteriza este singular y siempre interesante festival italiano: Pier Paolo Pasolini, un poeta y cineasta excepcional por su modernidad y sus inquietudes. Un meritorio homenaje a un gran intelectual italiano en el centenario de su nacimiento y elección casi obligada de parte de un certamen que pone en primer plano la música, género que Pasolini amaba mucho y que utilizó de forma inimitable en sus películas. Amor que surgió al escuchar la Siciliana de la Primera Sonata para violín solo de Bach que al hipersensible y todavía adolescente poeta pareció “una lucha, cantada hasta el infinito, entre la Carne y el Cielo”. Tra la carne e il cielo, título elegido para esta edición del Festival.
Es esta polaridad abismal la que el certamen de Ravenna ha querido explorar, empezando con una inauguración muy sugestiva: la dramaturgia de Maddalena Mazzcut-Mis con música de Azio Corghi, Tra carne e cielo, donde el pensamiento pasoliniano sobre la música se ha enriquecido de las evoluciones bachianas del violonchelo concertante de Silvia Chiesa, nueva obra de uno de los decanos entre los compositores italianos, en diálogo constante con la poesía del presente y la música del pasado. El director fue Daniel Harding al frente de la Mahler Chamber Orquesta que presentó también una magnética interpretación de la obertura Egmont de Beethoven junto a una poco ejecutada, pero que merece siempre un acercamiento, Sinfonía n. 7 de Dvořák.
Ravenna, como cada año, ha hecho dialogar con naturalidad música clásica, musical, jazz, teatro, danza clásica y moderna, exposiciones y charlas de carácter filosófico ofreciendo un abanico de manifestaciones artísticas impagable. Destacó entre las varias funciones dedicada a la música antigua la mirada sintética de Jordi Savall sobre la música ibérica entre España y América en los siglos XVII y XVIII presentada en el incomparable marco de la Basílica de Sant’Apollinare Nuovo. Bajo los maravillosos mosaicos del sexto siglo (cuando Ravenna fue capital del Imperio Romano de Occidente), el director catalán y su magnífico grupo Hespèrion XXI ofrecieron una cautivante lectura de músicas que tenían como marco común las danzas de la Folía (de origen portuguesa), el Fandango y el Canarios originaria de las Islas Canarias.
A menudo descritas como “inmorales” o “bárbaras” estas danzas fueron en muchos casos paulatinamente transformadas en sofisticadas músicas de corte siguiendo el gusto barroco, perdiendo en este proceso sus características populares originarias. Sin embargo, aun así, quedaron en el corazón del repertorio instrumental europeo llegado a menudo, gracias a las relaciones entre España y Latino América a la otra orilla del Océano Atlántico. Savall y su conjunto supieron enmarcar perfectamente este recorrido utilizado de forma muy sugestiva y pertinente también el carácter de improvisación que este repertorio exige.
La sección relativa a los conciertos sinfónicos del festival pudo como siempre beneficiarse de intérpretes de primera fila y de programas atrayentes, aunque poco vinculados con el tema de esta edición. Después del concierto inaugural de Harding se pudieron apreciar Adam Fisher al frente la Orquesta del Festival de Budapest y Christoph Eschenbach con la Orchestra Giovanile Luigi Cherubini. Fisher ofreció un concierto donde destacó sobre todo la impresionante calidad del conjunto orquestal fundado por él en los años Ochenta y que dirige desde entonces. Calidad que pone esta orquesta a la misma altura de conjuntos más famoso como los Berliner o los Wiener Philharmoniker.
Las transparencias y el juego de citas que caracteriza Sheherazade de Nikolái Rimski-Kórsakov lució con asombrosa perfección en le segunda parte del concierto. El poema sinfónico basado en Los Cuentos de las mil y una noches se benefició de una actuación modélica gracias a la capacidad del director de manejar la sensualidad de las secciones más exóticas con el poderío instrumental de que caracteriza la forma narrativa con el que se desarrollan las tres secciones que componen la partitura. Pero fue sin duda la versión de la Tercera sinfonía de Johannes Brahms lo mejor de la velada. La gestión de parte de la orquesta y del director de las transiciones presentes en esta partitura, el manejo de la tensión (en el primer movimiento), las texturas (en el Poco allegretto) y la coherencia con que resolvieron el cambio entre la tercera y la última parte de la obra, la convirtieron en una versión de absoluta referencia.
El día anterior al concierto algunos jóvenes instrumentistas de la Orchestra Cherubini pudieron trabajar codo a codo con las primeras partes de la orquesta húngara en un concierto con orquesta de cámara en el Teatro Alighieri que reparó, en la primera parte una agradable interpretación del Concierto para oboe, violín y orquesta de Bach, y en la segunda una fascinante y muy intensa ejecución de la Serenata de Tchaikovsky.
Menos impactante fue el concierto dirigido por Christoph Eschenbach. Bastante anodina fue la versión para violín del Concierto para violonchelo y orquesta de Schumann que substituyó al último momento el programado Concierto para violín de Mieczyslaw Weinberg. Culpa no fue tanto de Gidon Kremer –que lució una vez más toda su maestría de interprete y virtuoso del instrumento– sino de la transcripción que fue incapaz de trasladar a otro instrumento el equilibrio y el poderío de la versión original. Más convincente fue la Sinfonía n. 5 de Tchaikovsky en la segunda parte con una lectura muy rápida Eschenbach que fue más efectiva en el último movimiento, pero que restó profundidad en al Andante del primer movimiento y sobre todo en el Andante cantábile con alcuna licenza del segundo donde se perdió algo de la melancolía que lo caracteriza.
Impresionante fue por lo contrario el último concierto dirigido por Riccardo Muti el 21 de julio frente a su joven Orquesta Cherubini, segunda etapa de una gira de conciertos entre Ljubljana (el 19 de Julio), Ravenna, Bari, y el Ravello Festival. Después de dirigir a mediados de julio en Lourdes y Loreto el anual concierto “Le vie dell’amicizia” en colaboración con el Ravenna Festival, el director napolitano ofreció un programa inédito y sugestivo libremente basado en el género del poema sinfónico romántico.
La primera parte del concierto fue dedicada a Roma de George Bizet, obra que nace con la idea de ser un homenaje a la Ciudad eterna (donde el compositor pasó una temporada tras ganar el Prix de Rome en 1857), pero que terminó por ser una sinfonía en cuatro movimientos escrita a lo largo de doce años hasta su estreno en 1869. El resultado es una composición donde se unen academismo, frescura, rigor formal y las inconfundibles habilidades de Bizet en la orquestación y la peculiar conducta de la melodía. Muti y su orquesta fueron capaces de infundir vigor y unidad a una obra, algo desigual pero fascinante, con un control asombroso de las texturas y de la trasparencia entre las diferentes secciones de la orquesta.
Algo que quedó todavía más patente en el breve El lago encantado del poco conocido compositor ruso Anatoli Líadov (alumno de Rimski-Kórsakov) que abría la segunda parte. La capacidad de Muti de resaltar las atmósferas impresionistas de la obra (que mira, en salsa rusa, al repertorio de Ravel o Debussy) fue impresionante con sonoridades evanescentes y un control de la dinámica asombroso. Cerró el concierto Les preludes de Liszt donde el director consiguió eliminar toda la retórica que caracteriza algunas interpretaciones de esta obra llevándola a ser lo que es: un recorrido del ser humano hacia la muerte (como se describe en el poema de Lamartine del que trae inspiración) gracias a un tema que varía continuamente dentro de una estructura musical estricta y todavía basada en la forma-sonata. El éxito abrumador de la velada fue recompensado por una propina inesperada: una modélica y penetrante interpretación del breve Intermezzo de la ópera Fedora de Umberto Giordano, pieza que amaba Carlos Kleiber, pese a no dirigirla nunca, como a menudo cuenta Riccardo Muti, gran amigo del gran director alemán.
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