Dejaba Ambert, dejaba una vida. Un autoestopista sin retorno. Lo primero, llegar a Thiers, luego a Clermont-Ferrand, y luego era vía directa a París. Sí, París, donde triunfó Jacques Brel y donde podía triunfar incluso un chico de quince años de un pueblo del centro de Francia. Incluso el hijo de un judío desconocido, huido de un internado. Un autoestopista, una diminuta mochila y una funda de guitarra.
El chico se llamaba Claude Maurice Marcel Vorilhon (Vichy, 1946) y llevaba un año de guitarreo intensivo. Un macarrilla de su escuela llamado Jacques le había mostrado el poder de las Fender. Claude tenía la electricidad en las venas: sus dos ambiciones eran los coches de velocidad y, ahora, los escenarios. Tenía un número de poemas en su estuche, y la demostración conclusiva de “los efectos que la guitarra puede tener sobre las mujeres”. Tras ganar varios premios locales, empezó a pensar que París también estaba hecha para él.
El primer vehículo que paró era de los suyos: bajo un capó normal se escondía un enorme acelerador. El conductor resultó ser expiloto de velocidad. El chico, al conocer su nombre, comenzó a recitar los coches y premios en el historial del conductor. El expiloto (antes payaso, ahora garajista), quedó estupefacto por su enciclopédico conocimiento del mundo de las carreras. En París invitó al chico a cenar y le ofreció una habitación en su hotel de confianza. En el lounge conocieron a dos bailarinas, a las que mostró sus canciones. Una noche más, comprobó los efectos de una guitarra…
Guitarra en mano, se ofreció en cabarets. Como ninguno se interesó por él, pasó su primera noche en el metro. Había salido con dos mil francos en el bolsillo, y no le quedaba ni para media baguette. Ni siquiera se había planteado hasta ahora alternativas al estrellato… La visión de un acordeonista en un café le convenció de que debía bajarse las expectativas.
Era 1961 y Claude Vorilhon entraba en la escena musical parisina. Por la puerta pequeña, pero ¿acaso hay otra en París? Tres años de música errante le aguardaban. Un cabaret de la Margen izquierda fue el primero en contratarlo. Se trataba quizá de L’Échelle de Jacob, que vio los inicios de Brel, Ferré, Gréco, Gainsbourg, Aznavour… Se infló de orgullo al ver su nombre en un cartel (en letra muy pequeña); le pagaban diez francos y solo el taxi de vuelta a su cuchitril de Montmartre costaba quince, pero esa noche —al menos esa noche— le dio igual.
¿Su nombre? Compartía en realidad solo el prénom: Claude Vorilhon respondía ahora —primera de muchas transformaciones— por Claude Celler. Homenajeaba así al esquiador austríaco Toni Sailer, cuyo apellido, en francés, se pronuncia igual que Celler.
La bohème, tardes de tocar en cafés, noches de cabaret, cursos Dullin de teatro, nombres y sobrenombres… pero detrás de todos ellos, la misma fijación que desde los nueve años: sacarse el carnet de piloto a los dieciocho. Su ronda diaria (nocturna) de cabarets le permitía ir ahorrando para el examen y, sobre todo, para el vehículo. Tras componer su centésimo quincuagésima canción, decide saltar al mundo discográfico. Le cae como del cielo el productor Lucien Morisse, director de la radio Europe 1, con un contrato de tres años.
La nómina de estrellas aupadas por Morisse impresionará a quien conozca la escena francesa del momento: Marino Marini, Petula Clark, Michel Polnareff, Christophe, su exmujer Dalida… La última apuesta del veterano productor: Sacrée sale gueule (1966), debut de Claude Celler. No llegó muy lejos, pero el siguiente “Le miel et la cannelle” se pinchó en las radios y fue casi un hit.
Las opiniones son encontradas sobre la primera propuesta musical de Claude Celler, expresada en tres EPs y dos singles entre 1966 y 1970. No le salía mal cantar a lo Jacques Brel, e incluso adoptaba su peinado y sus espasmos escénicos en el vídeo de su primera canción, pero si algo sobraba en la época eran imitadores del cantautor belga. Un periodista contemporáneo lo apodó petit Brel; los comentaristas retrospectivos son más incisivos: la palabra que más se oye es la de ‘clon’. El Jacques Brel del pobre; el Brel/Ferrat del Leader Price [supermercado de descuento]”… Algún guasón incluso añade que Jacques Brel fue aquí el primer ser humano clonado de la historia…
El chaval se había pateado todos los cabarets en los que Brel hizo carrera… pero a todas luces no era Brel, aunque escribía la música y la letra de todas sus canciones.
Tampoco le duró la suerte. Su promotor, Morisse, lo apuntó al concurso de canción de la Rose d’or, en Antibes, para luego darlo de baja prometiendo unas explicaciones que nunca llegaron. Cuando comenzó a tener conciencia de que la música jamás le permitiría un coche de carreras, Celler se metió a representante de la discográfica en la región de Burdeos, pero su productor se suicida en septiembre de 1970 y con eso, al parecer, pierde su único asidero en la compañía Disc’AZ. Para aquel entonces ya tenía coche y esposa, y su pasión por la velocidad le había ocasionado varios accidentes, el último de los cuales lo dejó inmovilizado en cama durante varios meses. Tenía entonces 22 años y aún no había competido en carreras profesionales. Se le acababa el tiempo para cumplir su sueño de toda una vida; desconocía cómo empezar siquiera. ¿Cuál era su mayor baza? Hasta ahora, la palabra: letras, poemas y una creciente capacidad de convencer. Se aproximaría al mundo de las carreras desde el periodismo.
Asombrará quizá este trueque de los cabarés de París por el periodismo de coches deportivos. Él ya se consideraba en otra longitud de onda: Aquella etapa de mi vida había sido planeada para desarrollar mi sensibilidad y acostumbrarme a hablar en público, pero nada más que eso. Se rumorea, incluso, de un encuentro en París con Jacques Brel, en el que la leyenda de la chanson le aconsejó “seguir su propio camino”, adondequiera que este lo llevara.
De momento, dicho camino conducía de vuelta a su pueblo natal. Tras varios intentos fallidos de iniciar una carrera periodística, se instalará con su mujer en la rue des Augustins, a no mucha distancia de su madre. Allí editará su propia revista de coches. Un nuevo nom de plume se revela un guiño al anterior: Jacques Celler, que combina el nombre de su cantautor favorito con su anterior apellido artístico, para dar un sonido idéntico a j’accélère: “yo acelero”. El título de la revista se podría interpretar de modo semejante: AUTOPOP.
El magacín, inaugurado en diciembre de 1971, tuvo buena acogida entre los aficionados. Claude subía escalones en el mundillo de las carreras, a la vez que ganaba familiaridad práctica con los coches deportivos, pese a que su amor por la velocidad pura le hacía soñar con un tiempo futuro donde las compañías fabricaran sus coches inodoros y silenciosos. Aprovechaba su posición periodística para probar nuevos modelos en los circuitos, y, según su mujer, para ausentarse largas temporadas con nuevos coches y amantes.
Otra carrera prometedora… que sólo duró unos años. Pues el 13 de diciembre, en un momento de descanso al pie del volcán Puy de Lassolas, tras un año de intensa actividad periodístico-deportiva, divisó un platillo volante, del que emergió un hombrecillo con un mensaje para la humanidad. Pertenecía a los Elohim, los creadores de la raza humana, y Claude Vorilhon, el exchansonnier, el loco de los coches, descubriría que él era Rael, el último de los Profetas, hermano de sangre de Jesús, Buda y Moisés, y fundador de la religión ovni con más adeptos del mundo, que afirma haber clonado ya varios seres humanos.
Pero esa es otra historia, que comienza con la publicación, en 1974, de El libro que dice la verdad, donde Rael expone el evangelio recibido de los extraterrestres. Lo que quizá no sabía era que aquel mismo año, en el que abandonó todos sus compromisos deportivos, la compañía Disc’Az reeditaba por alguna razón su último single con ellos, “Mon amour Patricia”, donde aparecía el cantante, con pajarita y gafas de intelectual, junto a un torso femenino desnudo.
No haremos venir a Su Santidad,
ni siquiera a un curita.
Te pondrás simplemente sobre las caderas
la sombra de una túnica blanca
“Quand on se mariera”, 1967
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