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El mejor festival de la historia

En Música sábado, 9 de julio de 2022

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Me decía hace unos días Lluís Gavaldà (Els Pets) que nada es comparable a ver a un puñado de músicos en directo cuando están en plena fase de esplendor. Luego pueden mantener el tipo, reverdecer algunos viejos laureles o apelar más que dignamente a la nostalgia. Pero nada igualará ese momento en el que parecen en condiciones de poner el mundo boca abajo desde un escenario. Ese instante, ese balance perfecto entre juventud, arrogancia y una miaja de madurez, con el que vuelan la cabeza al más pintado.

Me decía también Joan Vich, al hilo de su libro Aquí vivía yo. Una crónica emocional de mis 25 años en el FIB (Libros del K.O., 2022), que aunque él siempre preferirá un buen concierto en una sala, hay algo en los festivales que hace que todo sea más que la suma de sus partes. Que esa sensación de saber que formas parte de algo mucho más grande, que trasciende la propia dimensión de los músicos, es algo que solo se obtiene en esta clase de grandes citas. Y que de todas ellas, el FIB se llevaba la palma por su ambiente, por su atmósfera, por su liturgia. Especialmente aquella edición de 1998. La cuarta. La primera en el actual recinto junto a la carretera nacional. No recuerdo qué calificativo empleaba: he prestado el libro a una amiga y aún no me lo ha devuelto. Y tiene su lógica. Puede que fuera “mítico” o “legendario”.

Ambas premisas, la del músico catalán y la del promotor (y también músico) mallorquín son válidas. Nada como ver a nuestros músicos predilectos cuando están en la cresta de la ola. Nada como verles en un festival que está en flor, muy lejos aún de su techo, exento de los vicios y las rutinas del largo plazo. Nada como disfrutar de ambos, que aquel año fueron la misma cosa, cuando además eres tú quien está a punto de cumplir los 25 años. Su rozagante plenitud física es también la tuya.

Cualquier comparación con el momento presente es odiosa. Mucho. El festival cambió de manos, ya lo saben. No hace mucho. Tampoco era ya durante los últimos tiempos lo que había sido antes. Otras citas han tomado el relevo a lo que representaba. Y quien lo dirige ahora es una empresa de una eficacia comercial contrastadísima, por mucho que la hacendización de su modelo de ocio tenga muy poco que ver con nuestros gustos: no es de extrañar que quien cuenta con ella para impulsar la programación del futuro gran recinto de conciertos en la ciudad de València sea Juan Roig. Los empresarios están para hacer negocio, y no para caminar sobre el alambre o directamente arruinarse. Y si pueden minimizar riesgos, lo harán. Es lo que hay. Sin épica ni poética. Solo resultados.

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Cartel del FIB de 1998.

Aquella edición del Festival de Benicàssim de 1998 ha adquirido con el tiempo tal resonancia de acontecimiento irrepetible que fuera de la parroquia fibera puede resultar irritante. Ya están los cebolletas de turno dando la brasa. Ya están los fundamentalistas del viejo indie. Ya empezamos con la puñetera nostalgia. No tenéis más que echar un vistazo al titular. ¿El mejor festival de la historia? Pues sí. Para muchos, lo fue. Y con razón. Y nadie se muere de nostalgia. Al menos no en el caso de que no abuse de ella. De que no la utilice como coartada para el cualquier tiempo pasado fue mejor y el esto ya ni es música ni es nada. No es mi caso. Pero de vez en cuando también venimos aquí para jugar.

El FIB de 1998 me recuerda, en cierto modo, al relato que del crepuscular Lollapalooza de 1995 trazó Ignacio Julià en las páginas de Ruta 66, como el ocaso de una época. Casi todos los músicos que pasaron por Benicàssim durante esos tres días de agosto estaban en plenitud de sus lenguajes expresivos. Eran maestros en lo suyo. Nos habían regalado ya alguna (o algunas) obra maestra. Estaban muy lejos de oxidarse. Eran un irrepetible all star del pop y el rock alternativos de los años noventa. Hipnotizaban.

Sonic Youth, Björk, PJ Harvey, Tindersticks, Primal Scream, Yo La Tengo, Spiritualized, Teenage Fanclub, Red House Painters, Goldie, Mogwai, Tortoise, Luna o Saint Etienne. Para qué seguir. Los Planetas, Chucho o unos Manta Ray a la altura de cualquier bolo internacional de primera magnitud. También La Habitación Roja, aunque a distancia de su pico. Ni un Primavera Sound apelando a los viejos valores en un arrebato de nostalgia podría revivir hoy en día aquello, porque todo aquello cobraba su pleno sentido entonces. Justo entonces. En 1998.

Muchos lo vivimos como si realmente fuera el mejor festival de la historia. Lo fue para nosotros. Teníamos que pellizcarnos. Aguantábamos estoicamente el agotamiento tras noches de mal dormir sobre suelos irregulares en tiendas de campaña que eran odas a la precariedad porque los latigazos eléctricos, la tensión sexual a punto de estallar tras una guitarra, los estribillos radiantes, el traqueteo del post rock más fuera de sus márgenes, los beats de rock mutante, las letanías curativas o el pop de cámara más elegante nos sostenían. Nos mantenían en pie.

Eran artistas cuya carrera apenas podía subir mucho más (aunque lo hizo, en algunos casos) porque ya estaban en la cima del mundo. Al menos del suyo, que era también el nuestro. Oteando la inmensidad. Aupados sobre los hombros de gigantes con más determinación que los dos hermanos que acuñaron ese título un año antes, y que (estos ya sí) se harían asiduos cuando ya enfilaban la cuesta abajo.

Seguro que ninguna de las 22.000 personas que por allí pasaron durante aquellos tres días de agosto lo ha olvidado.

Foto de portada: Ángel Sánchez, para El País.

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