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«El mal no existe», el equilibro es la clave

En Cine y Series 30 abril, 2024

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

Ryûsuke Hamaguchi dirigió un impresionante doblete en 2021, La ruleta de la fortuna y la fantasía y Drive My Car, dos hits que le pusieron en la órbita del Olimpo directoral y le colmaron de galardones. Con esa expectativa, llegó El mal no existe al 80º Festival de Venecia, demostrando que una película en la que parece que no pasa nada, bajo la naturaleza invernal de un bosque de Japón, es una bomba de relojería que puede arrasar con todo. En un pequeño pueblo no lejos de Tokyo, vive apaciblemente Takumi —un «manitas» que cuida en solitario de su pequeña hija Hana—, hasta la llegada de una empresa que pretende construir un glamping, amenazando el ecosistema y el suministro de agua. Las reuniones entre los representantes de la empresa y la comunidad local, al final solo centrada en Takumi, se suceden, aparentemente limando asperezas y acercándose en lo personal, yendo más allá de la codicia que representan los enviados, ya que parecen experimentar una súbita evolución personal, de cuestionamiento interior y conexión con la naturaleza.

La zona natural, que el gobierno japonés habilitó para el cultivo tras la Segunda Guerra Mundial fue repoblada por gente proveniente sobre todo de la vecina Tokyo. Este hecho, destacado por la propietaria de un restaurante de udon —cuya soba adquiere un especial sabor debido al agua de manantial, ahora en peligro de contaminación—, sirve a Hamaguchi para transmitir su tesis. La tierra no nos pertenece, todos estamos de paso y no tenemos derecho a transformarla de forma definitiva y dañina, ella estaba antes.

El mal no existe

Precisamente, ese ritmo parsimonioso, la delicadeza de sus planos y la ligereza que parece envolver a los protagonistas, que juegan o cocinan en armonía, mientras pueden vivir ajenos a la amenaza que se cierne sobre su estilo de vida, encierran una poderosa complejidad. La obertura del filme es un largo travelling, que se repitirá más adelante, en el que la cámara muestra desde la mirada humana las copas de los árboles, en una actitud de respeto, reforzada por la forma en que filma a los personajes inmersos en la naturaleza. Su proporción nunca es la de un amo dominante sino, tal como la de los animales y sus huellas (pisadas de ciervo, plumas) una pequeña parte respetuosamente integrada en el ecosistema. Sin embargo, nada es idílico y el drama final condensará, con tanta maestría como Hamaguchi ha desplegado a lo largo del filme, una reflexión cuya retórica puede sorprender a los espectadores con la misma rotundidad con que el hacha de Takumi corta su leña.

El mal no existe en un contexto regido por las leyes de la naturaleza, donde la propia defensión y la supervivencia son una orgánica versión de la agresividad y la violencia. Desde el principio de la película, la muerte está presente en el cadáver descompuesto de un cervatillo herido en el vientre por un cazador. Los disparos se oyen en la distancia en otro momento, en un paisaje silencioso solo quebrado por la sierra mecánica de Takumi. Hamaguchi filma el paisaje e incluso la carretera que va dejando atrás su coche, sin preciosismo ni idealización, aquí la cotidianidad ya es de por sí respetable y admirable, y como dice un personaje: El equilibrio es la clave de todo. Cuando hay una perturbación, la naturaleza se resiente en su fragilidad y se defiende a su manera: las plantas pueden lacerar y los animales heridos atacar.

La cadencia que marca el director con la extraordinaria colaboración que estableció ya en Drive My Car, y va a continuar, con Eiko Ishibashi (ganadora del Asian Film Award a la mejor banda sonora, por ambas películas) es fundamental para el efecto que desea provocar en el espectador. La cantante y compositora japonesa nos ofrece un paisaje sonoro que oscila entre lo perturbador y lo idílico, entre lo melódico y lo inquietante que es capaz de conseguir con la sección de cuerda. Hamaguchi realizó imágenes a petición de Ishibashi para su espectáculo en directo, y poco a poco, la sinergia entre ambos artistas desembocó en la creación de El mal no existe, cuyo punto de partida fue la primera creación a invitación de la compositora, que también está acreditada como guionista del filme. El resultado ha sido, según admite también el propio director, conseguir la forma más pura de pensar lo visual y, al mismo tiempo, ha sido la película más libre que ha rodado, con un pequeño equipo, donde incluso el protagonista (Hitosi Omika) es un miembro de su equipo de producción.

Un talento como el de Hamaguchi se revela también en su evolución, en este caso ofreciendo un trabajo mayor envuelto con la humildad de una propuesta menor, pero no nos engañemos por las apariencias. El mal no existe y su belleza orgánica, más hallada en el proceso que buscada con la deliberación fríamente planificada, es una de las mejores películas estrenadas en 2023, ganadora del premio Fipresci y el Gran Premio del Jurado en el 80º Festival de Venecia.

Artículo publicado el 6 de septiembre de 2023 y actualizado el 30 de abril de 2024.

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