Don Quijote llegó en la última jornada del 71 Festival de Cannes, que comenzó con la segunda película dirigida por Yann González –anunciada una semana después del resto de la competición–, que se sitúa en el verano de 1979, en París. Un couteau dans le coeur está protagonizada por Anne (Vanessa Paradis), una productora de porno gay, que cuando su pareja Loïs (Kate Moran) la abandona, trata de recuperarla rodando un film ambicioso que la haga admirarla. El giro que toman los acontecimientos, a partir del salvaje asesinato de uno de los actores, arrastrará la vida de Anne en una vorágine. La factura del filme de González está muy cuidada, mimetizándose con películas de la época, marcadísima por una banda sonora que casi supone el 50%. Como sucedía en Under the Silver Lake, con la ingente nómina de directores que la inspiraron, Un couteau bebe decididamente de la estética y contenidos de películas que han tratado el noir envuelto en ensoñación, erotismo/porno, con toques de giallo, incluyendo asesino enmascarado.
El ganador de la Palma de oro por Winter Sleep, el turco Nuri Bilge Ceylan, presentó la película que cerró la competición oficial, The Wild Pear Tree, en la que Sinan (Doğu Demirkol), un aspirante a escritor, regresa a su pueblo en Anatolia, con el objetivo de conseguir el dinero para publicar, aunque las deudas de su padre complican la situación. Injustamente programada el último día en el pase de las 20.00, en un festival cuyo menor flujo de asistentes se ha hecho más patente aun al final, la película de tres horas –como nos tiene acostumbrados– ha sido una excelente despedida de la 71 edición, aunque la densidad y profundidad de sus planteamientos merecían una audiencia con la mente más despejada. La película, siguiendo la estela de la anterior, se caracteriza por largos diálogos a dos o tres bandas, en los que, incansables, los personajes –imanes, sus padres, una amiga de la niñez, un escritor…– acompañan a Sinan en sus provocaciones e inquietudes acerca de la religión, la ética, la política, la libertad, la familia.
El fatalismo de vivir en una sociedad religiosa sin perspectivas de desarrollo personal ni profesional, más allá de los caminos previstos para sus miembros, apunta al derrotismo en varias de las imágenes metafóricas de un filme de poderío visual, aunque remonta con la exaltación del ser humano y su capacidad de ser resiliente, apegándose a los valores más profundos que, en los fuertes, ningún estado puede destruir. La relación con el padre Idris (Murat Cemcir) –un profesor ludópata a punto de jubilarse, con una intachable trayectoria ética–, es el conflicto central del filme, que lleva al hijo a posicionarse en extremo frente a unos progenitores que no comprende, invirtiendo los roles habituales en el conflicto familiar. Será con el tiempo y la madurez cuando llegue una nueva fase en la relación, que muestra un final o principio–, del viaje interior. La película, que transcurre en la ciudad natal del director, Cannakale y alrededores, está fotografiada con colores saturados, que solo en el tramo final –invierno– se disuelven en la nieve y la niebla cuando llega, por contra, la claridad.
Tras una aventura de veinticinco años, el proyecto cinematográfico maldito que ha recorrido dos siglos se ha materializado y estrenado en el Festival de Cannes. La gran aventura quijotesca, incluso, mereció un interesante documental sobre la película que nunca se rodó (Lost in La Mancha). La pesadilla persiguió a Terry Gilliam hasta las vísperas del estreno, pendiente de la decisión judicial sobre la demanda del productor inicial Paulo Branco y con la hospitalización que sufrió el director. The Man who Killed Don Quixote está coescrita por Gilliam y Tony Grisoni, cuyo guion parte de un anuncio publicitario (usando a Don Quijote para vender seguros), dirigido por el ególatra Toby (Adam Driver), quien al reconocer la aldea (Los Sueños) donde rodó su versión del clásico como trabajo de fin de carrera, entra en una vorágine de sueño y realidad, viajando en el tiempo, adelante y atrás, reproduciendo algún episodio del clásico con quiera fuera su protagonista Javier/Jonathan Pryce.
Lamentablemente, el despropósito en la trama y los gags se instalan desde el minuto uno, sin pausa. Los personajes, completados por el productor (Stellan Skarsgaard) y su esposa (Olga Kurylenko), la chica que dejó enamorada y se ha “perdido”, una pareja que refugia árabes sin papeles… son meros arquetipos y el despliegue imaginativo visual de Gilliam no es suficiente para arropar una historia muerta –como nos tiene acostumbrados el cine, España aparece como una fiesta única, que integra en uno solo todo el folklore civil y religioso. Uno de los puntos fuertes del clásico es la interrelación entre los protagonistas y el cuestionamiento de un mundo bastardo evolucionado hacia la concupiscencia y el mercantilismo, lo que queda patente en el planteamiento general de la historia, pero como el resto de cuestiones acaban en una amalgama de apuntes extravagantes y sin desarrollo. Ni funciona como payasada ni como hipnótico.
El último día de certamen, el actor británico Gary Oldman ha participado en una master class –en la que se ha efectuado un recorrido por su filmografía y el oficio de actor–, conducida por el productor estadounidense Douglas Urbanski, con quien el actor lleva colaborando 30 años. En el encuentro, el protagonista de Churchill se ha remontado a sus inicios como actor teatral de compañía de reparto –llegó a llevar cinco obras de gira a la vez–, su llegada al cine –trabajó con Frears, tras rechazar participar en My Beautiful Laundrette– y los retos que necesita, cumplidos los sesenta, para no estancarse en un estatus que este año le ha reportado un triunfo absoluto en todos los grandes premios de interpretación.
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