¿Tendemos a sobrevalorar la escritura propia respecto a la revisión de material ajeno? En una reciente entrevista a Mick Harvey en la web de Mondosonoro, el músico australiano se defendía ante las acusaciones recurrentes de estar obsesionado con la obra de Serge Gainsbourg (acaba de editar su cuarto álbum de versiones del músico francés en 20 años) diciendo que no todos los artistas son buenos escritores de canciones, y que cualquiera de ellos escriba sus propias canciones no implica necesariamente que sea una buena idea.
Quizá no le falte razón: son tantos los discos irrelevantes que andan hoy en día flotando en el éter cibernético, e incluso en las cubetas de las tiendas de discos, que no queda claro hasta qué punto no es preferible una buena versión de un tema imperecedero a una mediocre nueva canción.
Da la sensación de que nuestras tragaderas, en general, son más amplias cuando se trata de una formación veterana, incluso legendaria: a nadie se le ocurre afearles a los Rolling Stones que hayan resuelto un silencio discográfico de casi doce años con un disco de versiones añejas de clásicos blues como es Blue & Lonesome (el género con el que se curtieron, por otro lado), pese a que A Bigger Bang (2005), su último trabajo de estudio, no era precisamente endeble, y precisamente por ello tampoco era tan aventurado demandarles una digna continuación.
Más allá del cierre del círculo que supone la propia jugada, o de lo que supone como resolución a un periodo de sequía que era más que vox populi, hay también una explicación generacional. Posiblemente porque en los años 60 estaba tan aceptado que cualquier banda se foguease haciendo versiones de otros artistas, que no extraña que los Stones -ahora- o los propios Beatles -entonces- fueran pródigos en miméticas relecturas de material compuesto con anterioridad. Que le pregunten al recientemente fallecido Chuck Berry, por ejemplo, cuya obra fue profusamente fusilada en los albores de ambas formaciones.
Los tiempos cambian, claro, y aunque vivimos en la era de la simulación, enfangados entre cientos de bandas tributo que no dudan en ganarse la vida (algunas muy bien, por cierto) sableando repertorios emblemáticos, antes que intentar construirse un relato propio, llama la atención que aún se discuta la viabilidad de algunos experimentos que retoman aquella tradición de los años 60, en la que incluso muchas bandas hispanas adaptaban al castellano incunables del rock anglosajón.
Seguramente, todo responda a que el grueso del público prefiere engullir productos que ya les lleguen masticados y no faenas de reescritura que suelen acarrear más trabajo previo, pero también una conexión con el público menos directa: aquella gira que emprendieron Santiago y Luis Auserón en 2006 bajo el título de Las malas lenguas (y que deparó un estupendo disco homónimo), en la que retomaban temas clásicos de Bob Dylan, Chuck Berry, Marvin Gaye o James Brown, no se saldó precisamente con espectaculares llenos, al tiempo que asusta pensar -por contra- cuáles serían los aforos necesarios para dar cobijo a las legiones de fans de Radio Futura que un día se congregarían para esa reunificación que nunca llegará.
Y es que una cosa es retomar una cantinela familiar y otra la reinterpretación de un tema ya conocido, pero abordándolo desde un prisma novedoso. Y ahí ya entraríamos de lleno en el resbaladizo terreno de la utilidad de las versiones. En su justificación, siempre tan porosa, ¿han de aportar un plus a lo ya conocido?, hay quien opina que no tiene sentido releer el repertorio ajeno si no hay un acercamiento del mismo a terreno propio -en el menor de los casos- , o una perversión absoluta del original para dar con una creación prácticamente ex novo -en el mayor de los supuestos.
Pero hay también quienes piensan que si el original es leyenda, mejor que los experimentos sean los justos: es preferible rendir obligada reverencia y no tentar al desbarre. Mejor no maltratar un material que, esencialmente, no se puede mejorar. Ambas visiones son perfectamente legítimas, faltaría más, y lo complicado en todo esto es dar con un canon que sirva para calibrar situaciones análogas.
En el primer apartado, el de las poco concurridas versiones sui generis, podrían elaborarse decenas de listas con las relecturas más bizarras de la historia del pop o del rock, o con los álbumes de tributo más singulares. Generalmente son las visiones exógenas o enfrentadas las que más juego suelen dar: Sonic Youth tributando a su manera a los Carpenters en aquel delicioso If I Were a Carpenter (A&M, 1994), por ejemplo, los Boo Radleys desfigurando a los Smiths en aquel sorprendente The Smiths Is Dead (Epic, 1996)…
Hasta un cuarteto de cuerda tocando las canciones de Limp Bizkit (Break Stuff: The String Quartet Tribute to Limp Bizkit, de 2004) o la deliciosamente marciana versión de “I Will Survive” (Gloria Gaynor) en nepalí, a cargo de Usha Uthup (en el divertidísimo doble colectivo Cosmosonica: Crazy Covers, de 2005, compilado por Tom Middleton). Incluso los intransferibles álbumes de tributo que en los últimos tiempos se han marcado los Flaming Lips, a costa de Pink Floyd, The Beatles o King Crimson, llevan un sello muy personal.
En el otro extremo de la balanza, el mundo está repleto de homenajes sumamente respetuosos, en los que la obra original inspira tanta reverencia -o es tan chato el perfil creativo de quienes la releen, que también puede ser- que apenas se diferencia de sus nuevas tomas, más que en las voces y en el tratamiento instrumental. El capítulo de las versiones de clásicos ajenos se revela, en algunos de esos casos, como tabla de salvación ante largas fases de sequía creativa. ¿Es lícito afeárselo a sus versionadores?
¿Es mejor que se dediquen a editar insustanciales trabajos de nuevo material de cuño propio, en los que se dediquen a imitarse a sí mismos (como si fueran su propia banda de tributo) en una desvaída versión de lo que una vez fueron, o es preferible que se apliquen a la faena de resucitar canciones canónicas de otros músicos, que casi todo el mundo ya conoce? Ahí entrarían las sagas de discos del estilo de los últimos trabajos conjuntos de Matthew Sweet (su producción de los 90 es imbatible, pero se quedó ahí) y Susanna Hoffs (The Bangles), retomando las canciones de Neil Young, The Who, The Zombies, Mike Nesmith o Bee Gees en los dos volúmenes de Under The Covers (en 2006 y 2009).
Sea como fuere, todo esto de releer clásicos del pop y del rock es como abrir la caja de Pandora, porque no se sabe a ciencia cierta qué sorpresas puede deparar, por dónde pueden venir y cómo encajarlas. Desde el respeto o desde la descontextualización, desde la reverencia o desde la ironía.
Y, a veces, es desde las trincheras más teóricamente inocuas desde donde pueden llegar las sorpresas, como es el caso del nuevo álbum de Russian Red (disponible a partir del 17 de mayo), en el que figuran algunas curiosas relecturas de “It’s A Heartache” (Bonnie Tyler), “Do You Really Want To Hurt Me?” (Culture Club) o “Don’t You Want Me” (The Human League), resueltas con cierta languidez, pero con bastante más cuajo que cualquiera de esas visiones asépticas con las que algunos músicos más que contrastados nos obsequian día a día, o con la ya cargantes versiones de clásicos del punk y de la new wave en clave lounge con que se nos masacra desde el hilo musical de cualquier garito elegante con ínfulas cool.
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