Lejos queda ya el estreno de Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Comming to Dinner, 1967, Stanley Kramer), película que más o menos inauguró el género anti-racista en Hollywood. Luego vendrían muchas más, sobre todo en los años 80 y, fundamentalmente, gracias a dos cuestiones. Una, que ya era considerable la distancia temporal con los momentos más duros del racismo en Estados Unidos y el cine se atrevió con alegatos tan contundentes como Arde Mississippi (Mississippi Burning, 1988, Alan Parker). Y dos, que los 80 fue la década en la que el anti-apartheid sacudió la música y el cine: se crearon festivales musicales para denunciar tan bochornosa situación, cantantes y bandas populares dedicaron canciones al asunto, y el cine dio obras de una majestuosidad tan incuestionable como la de Grita libertad (Cry Freedom, 1987, Richard Attenborough).
Con la caída del apartheid a principios de los 90, y a pesar de hechos puntuales gravísimos como los acaecidos en Los Angeles en 1992, el cine pareció olvidar un poco las cuestiones raciales como base dramática de sus películas. Pequeños éxitos recientes como Selma (2014, Ava DuVernay) no han servido tampoco para avivar mucho el interés de Hollywood sobre estas cuestiones. Paradójicamente tampoco ha contribuido demasiado la llegada a la Casa Blanca del primer presidente negro de la historia. Bien al contrario, el mandato de Barack Obama ha supuesto un aparente relajamiento de la lucha racial que se ha trasladado a Hollywood en forma de apatía por todo lo relacionado con este asunto.
Lo que tienen en común todas estas películas es que, de una manera más o menos transparente, apelan a la conciencia del espectador con una mirada pura, sin contaminaciones genéricas. Son cintas donde la denuncia es el objeto y el objetivo, y rara vez se desvían del camino principal trazado. Desde luego, Arde Mississippi es un thriller, Adivina quién viene esta noche es una comedia, y Grita libertad un biopic disfrazado de película de aventuras. Pero sus adscripciones a estos géneros son anecdóticas, pues su verdadera propuesta es simple y llanamente la de la denuncia y la conciencia social.
Por todo esto, la irrupción en el panorama cinematográfico de una película como Déjame salir (Get Out, 2017, Jordan Peele) solo puede entenderse como un hecho prodigioso. Porque es seguramente la primera vez en que la denuncia anti-racismo es hibridada con un género puro y duro, con unas reglas además tan reconocibles y estrictas, como es el del terror.
Sobre el papel, la propuesta es poco menos que suicida. Sin embargo, el resultado es digno de todo el hype que arrastra la cinta desde su éxito descomunal en Estados Unidos. Un mérito que en primera instancia recae en el director y guionista, Jordan Peele, que toma algunas decisiones creativas realmente sorprendentes.
La primera de ellas reside en la misma manera de hibridar ese cine anti-racismo con el terror. El equilibrio, aunque parezca increíble, es casi perfecto. De hecho, la película apoya continuamente su discurso contra el racismo en los clichés del género de terror, transformándolos en algo totalmente nuevo. Esto es evidente ya desde la secuencia de apertura, con el secuestro de un joven afroamericano en un barrio acomodado estadounidense, hasta el juego de miradas recelosas que se establece entre el protagonista, que es negro, y los padres de su novia, arquetipos de la clase alta blanca norteamericana. El discurso anti-racista y el terror van de la mano a lo largo de todo el metraje, con una sincronía desconcertante: en no pocas ocasiones se funden en un escalofrío, como los momentos que el protagonista comparte con la criada y con el jardinero de la familia.
Otra decisión bastante atrevida es el planteamiento narrativo de toda la película, concebida como un perpetuo in crescendo de cadencia lenta, reposada, de escalones idénticos, nunca uno más alto que el anterior. Esta progresión, que a ojos de muchos espectadores actuales supondrá (seguro) una verdadera tortura, es en realidad una de sus mejores bazas: sin (apenas) sustos, sin sorpresas, sin golpes de efectos sonoros, Déjame salir avanza lentamente sembrando el terreno de incógnitas que van creando una atmósfera extraña, inquietante (todas las escenas con la gran Catherine Keener lo son), por momentos surrealista (como las sesiones de hipnosis). Una atmósfera, en definitiva, que va envolviendo al espectador en vez de golpearlo, que por otra parte es a lo que el cine de terror actual nos tiene generalmente acostumbrados.
El resultado de estas decisiones es simplemente brillante. Película intensa e irrespirable como pocas, Déjame salir se mira sin complejos en el cine clásico de terror de los 70 y los 80, ese de falsas apariencias, de aquí-pasa-algo-muy-chungo-y-no-sé-qué-es, para acabar resultando una cinta rabiosamente moderna y vanguardista. Para entendernos: un soplo de aire fresco de sabor retro casi comparable al que supuso en su momento It Follows (2014, David Robert Mitchell). Y solo es la primera película de Jordan Peele…
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