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Cóbreme la experiencia

En Lifestyle lunes, 2 de marzo de 2015

Jesús Andrés

Jesús Andrés

PERFIL

¿Qué vale un producto de lujo? Además de la materia prima y las manos del artesano, pagamos ese algo intangible asociado a la compra de una prenda exclusiva: la experiencia.

Mi amiga Gemma quiere comprarse un bolso de Chanel. Anda como loca buscando en foros de internet, en páginas de segunda mano, en liquidaciones y rastros… pero no ha tenido suerte. Aún no ha dado con su ansiado pedazo de piel acolchada.

El otro día quedé con ella y mientras me enseñaba en primicia capturas de su primer videoclip -uno, ya veis, se codea con gente bella y talentosa, que para feo y torpe ya está él- me pidió consejo. ¿Tú qué harías, Jesús?, preguntó, esperando que la disuadiera. Yo pediría un crédito, volaría hasta París y me lo compraba en la mismísima rue Cambon, le espeté. Gemma se quedó perpleja. Si tanto ambicionas ese 2.55 -seguí- transforma el hecho de comprarlo en una experiencia inolvidable, haz que no sea una mera transacción en un piso oscuro que huele a naftalina. Esto que parece una frivolidad digna de que mi amiga me retire la palabra -y de que el banco me deniegue hasta una tarjeta de débito- es lo que lleva décadas practicando la industria del lujo y, desde hace algo menos, cualquier marca que se precie.

Mi amiga Gemma, en una imagen de archivo, hace tiempo que persigue su sueño.

Mi amiga Gemma, en una imagen de archivo, hace tiempo que persigue su sueño.

Os pondré un ejemplo extraído de Sexo en Nueva York, esa ficción televisiva que a muchos nos ha enseñado tanto de moda como de roles-femeninos-supuestamente-progresistas-pero-que-acaban-siendo-más-retrógrados-que-las-letras-y-los-estilismos-de-Flos Mariae. En un capítulo, Carrie y sus amigas viajaban a la costa oeste y acababan comprando bolsos de imitación en un suburbio de Los Ángeles. Al verlos en aquel maletero cochambroso, envueltos en bolsas de supermercado, la protagonista se echaba atrás: la única F que merecían aquellos Fendi era la de falsos.

Ofrecer una sublime experiencia de compra no es asunto baladí, ni un capricho de las tendencias en interiorismo y visual merchandising: revestir un producto del halo indicado altera -y mucho- su valor. Una camiseta del montón de todo a un euro de un mercadillo es, al fin y al cabo, tejido de algodón, como esa otra camiseta que compramos en una boutique por 150 euros. Aparte de la calidad, el modo de producción, etcétera, la diferencia es meramente una: la puesta en escena. Esa es la causa de que ir de compras hace siglos que haya dejado de ser la mera búsqueda de prendas con que cubrirnos para convertirse en una actividad de ocio. Y al igual que hay bares “Manolo” y tiendas “Modas Loli”, hay restaurantes con estrella Michelin y boutiques de lujo en las millas de oro de las grandes capitales.

Para guardar las llaves y el pintalabios, Gemma no necesita un bolso de Chanel, al igual que para cubrirnos las vergüenzas nos bastaría con un chaquetón de la abuela -que llevaríamos no porque mole el vintage sino porque, como indica su nombre, un abrigo resulta que abriga. Pero el caso es que mi amiga ansía un 2.55 y, si me hace caso, jamás olvidará el día en que se lo compró.

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