Llevan más de dos, a veces incluso cerca de tres décadas haciendo música. Eternamente condenados a verse descritos con el sambenito de aspirantes al trono de Bob Dylan, Leonard Cohen, Neil Young, Lou Reed o Nick Cave. Palabras tan mayores, sí, que parece que nunca van a alcanzar ese El Dorado que las críticas de sus discos prometen. Y así pueden seguir por los siglos de los siglos. Porque nada de lo que hagan logrará que sus nombres recaben la estatura mítica de sus referentes.
Son músicos a quienes no veremos protagonizando portadas de revistas ni suplementos, ni rellenando los minutos musicales de los informativos, ni protagonizando el enésimo especial de Mojo o Uncut, por mucho que sus discos reciban calificaciones extáticas. Ni serán considerados parte de la alta cultura. Estos son otros tiempos, claro.
Bill Callahan, por ejemplo, prodiga guiños explícitos en su último álbum a quienes podrían estar en lo más alto de esa torre de la canción hacia la que siempre ha alzado la vista: Leonard Cohen, por supuesto, pero también Johnny Cash o Ry Cooder. Seguramente sea su forma de rendirles tributo.
Pero algo parece indicar que en esas menciones late algo más: la llamada a las puertas del cielo que sus canciones invocan. El deseo de ingresar en un selecto club al que se ha hecho acreedor por méritos propios, tras una trayectoria sólida, sobria, inquebrantable y en continua evolución, con la que se ha ganado la condición de clásico en vida. El privilegio de poder mirar de tú a tú a quienes fueron sus ídolos.
No es el único, claro. Son muchos los músicos que han hecho del name dropping una forma de tributo a su universo de referentes, sin reparar demasiado en lo mucho que ellos mismos han hecho por acabar comiendo del mismo plato. Paddy McAloon (Prefab Sprout) estuvo décadas sembrando sus canciones de reverencias a Irving Berlin, Pierre Boulez, Jimmy Webb o hasta Bob Dylan, sin mostrarse demasiado convencido de que su obra merece desde hace años formar parte del mismo panteón.
Los mitos del siglo XX se nos irán muriendo, su carne – al menos – dejará de estar presente en nuestro día a día, pero a estas alturas es tan concurrida la pléyade de excepcionales legatarios que han hecho méritos de sobra para ser algo así como su versión del siglo XXI, al menos los firmes continuadores de su estirpe, que ya van quedando pocas excusas para que su repercusión no esté a la altura de su obra.
Quizá todo se limite a que el rock, el folk o cualquier género que sustente sus argumentos en el clásico formato de guitarras esté abocado a subsistir en los márgenes, desprovisto de su vieja primacía y obligado a compartir ecos en la misma enorme caja de resonancia en la que han de competir con otros muchísimos estilos que demandan hoy en día nuestra atención, tan deficitaria, tan caprichosa, tan esquiva. Y la mitología haya tomado otros derroteros.
Quizá sea simplemente pereza, que los tótems de toda la vida pesan demasiado y ofrecen alimento espiritual para quienes no necesitan buscar mucho más allá.
Pero no me digan que no sería bonito que los fans irredentos de Dylan se interesasen por Bill Callahan o Kurt Vile, que los de Neil Young prestaran algo de atención a Will Johnson, que los de Johnny Cash tuvieran en cuenta la discografía completa de Bonnie Prince Billy, que los de Springsteen reparasen en la obra de Willie Nile, que los de Nick Drake no perdieran de vista a Mark Eitzel, que los de Simon & Garfunkel echaran el guante a Kings of Convenience, que los de los Beach Boys descubrieran el desbordante arsenal melódico atesorado por Robert Pollard, que los de Patti Smith no solo saltasen a la casilla de PJ Harvey sino que también descubrieran el goce que procuran Sleater-Kinney, Anna Calvi o Courtney Barnett, que quienes alguna vez bebieron los vientos por Dolly Parton o Patsy Cline se dieran cuenta de los grandes que son Angel Olsen, Sharon Van Etten o Weyes Blood, o que quienes se quedaron colgados de los Pink Floyd de The Dark Side of the Moon (1973) se enchufasen la última maravilla de los Flaming Lips, así, como puerta de entrada a su obra.
No parece un esfuerzo titánico. Que tampoco nadie les sugiere que se pasen el trap, al reggaeton o a la electrocumbia andina. Quizá así saldríamos un poco de este bucle de reediciones sin fin, de portadas y especiales repetidos hasta el infinito, de rebozarnos una y otra vez en los mismos reclamos nostálgicos. Y las cuentas corrientes de los auténticos clásicos en vida de nuestro tiempo, maltrechas como deben estar en estos tiempos de sequía escénica, lo agradecerían.
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