En el inagotable campo de los estados y de los formatos del género de la soledad, es posible distinguir dos grandes especies: aquellos que la han perseguido y aquellos a los que la soledad les ha buscado. En el primer grupo, aún resulta posible catalogar soledades deseadas y soledades a las que están abocados los seres que no cuidaron bien de aquellos que habrían podido mitigarlas. Esto último es lo que ocurre, por poner solo el ejemplo de un excelente relato, a James Duffy, al protagonista del que tengo por el mejor episodio de los Dublineses de James Joyce: «Un triste caso» (“A Painful Case”) quien tras haber abandonado a su amante el día en que ella le coge la mano apasionadamente para apretarla contra su mejilla, descubre demasiado tarde el silencio perfecto de la noche, la sensación de haberse quedado irreversiblemente solo.
En el segundo grupo están aquellos a los que la soledad les ha visitado sin habérselo buscado. En el amplio conjunto de seres asolados por esa silenciosa pesadumbre el caso más infeliz es el de los niños y los adolescentes. A ellos, a los adolescentes que viven de forma intensa, incomprensible y precoz esa temprana soledad les ha dedicado la cineasta francesa, nacida en Reino Unido, Claire Simon, el documental Premières solitudes, que se presentó a principios de año en el Festival de Berlín y que algunos pudimos ver en el reciente Festival Internacional de Cine de Gijón.
Claire Simon fue galardonada en Venecia con el documental Le concours (2016) donde ya se acercó (de una forma muy literaria, por cierto) al melancólico extravío de los jóvenes estudiantes. En Primera soledad, su título en castellano, Simon sigue un día cualquiera de una serie de jóvenes individuos de los que podemos escuchar el ruido que hacen sus huesos al crecer. Lo que escuchamos, sin embargo, de esta selección azarosa de estudiantes de secundaria, es sobre todo sus silencios. Silencios que se producen justamente cuando se está hablando con ellos. Simon se aproxima pronto a la reunión de una muchacha con la psicóloga del instituto, ahí aparecen las primeras constantes en las calladas tribulaciones de estos chicos: familias que comen en habitaciones diferentes, horarios incompatibles, incomunicación, padres que no escuchan a sus hijos o que ni siquiera les ven. Pronto la directora se aproxima a las conversaciones de estos chicos animados a hablar entre ellos de sus historias de soledad: problemas heredados, sueños pequeños, dudas, pesares, miedos, confusiones, sueños, soledad.
Entre bailes, paseos y música (hermoso y significativo el momento en que dos de ellos comparten auriculares para escuchar música en el autobús), se preguntan por el futuro mientras aún no comprenden bien el presente ni la huella en este del pasado. Ocurre también pronto el milagro del cine y de la mejor literatura, el espectador les siente próximos, son Tessa, Anaïs, Catia, Manon, Elia, Hugo, Clément… los chicos empiezan a hablar, todos se escuchan, sonríen, se preguntan unos a otros, comparten sus vicisitudes, una de ellas les enseña su danza más personal y a nosotros nos gusta apreciar, a pesar de lo reconocible de sus problemas, su fugacísima singularidad. Y le damos la razón a Cioran cuando aforizó aquello de que la soledad no enseña lo que significa estar solo sino lo que significa ser único.
Continuadora de una rica tradición del documental francés, el cine de Simon es un cine abierto a la diversidad contemporánea, prueba de ello es la sabia composición en las historias de soledad post-multicultural que los jóvenes se cuentan unos a otros en una narrativa que propone sutiles opciones más allá del consabido plano-contraplano: cambian sus orígenes, el nombre de sus familias, el tipo específico de problemas, mientras para algunos África es un continente cargado de exotismo, para otros —niños tempranamente adoptados— es el signo de una realidad cuyo conocimiento real les distancia de lo demás. La soledad, averiguamos pronto, no consiste en no estar rodeado de personas, ni siquiera en no poder dirigirnos a ellas, sino en no poder comunicarles nada de lo que consideramos importante, personal, profundo o propio.
Claire Simon, recoge, en todas las acepciones del verbo, la fugacidad de este tiempo, y es posible que los adolescentes de Première Solitude hayan crecido durante el breve intervalo de nuestro día que nos ha permitido escribir o leer este artículo. A mí me costará más olvidar las preocupaciones de estos seres adolescentes, tanto de ellos queda luego depositado en el fondo. En el cine de Simon es posible también ver la huella que dejaron cineastas como Jean Rouch, Ágnes Varda, Raymond Depardon, Johan van der Keuken, Robert Kramer o Marcel Ophüls: seres cuya ficción ha ampliado nuestro grupo de amigos y conocidos. El acercamiento a la realidad que filma el cine de la autora de Récréations (1998), tanto el documental como el de ficción, es, como hemos señalado arriba, siempre muy literario. Y es posible ver en los ojos de esta realizadora su sabia intuición para encontrar historias que esperan a ser contadas pero también recordadas.
La principal virtud de Premières Solitudes es su delicada sencillez y su ágil honestidad (su «verdad» dirán los lectores/ espectadores seducidos por los excesos de la hermenéutica alemana y el ensayo francés). Con toda su modestia, uno la incluye entre las reflexiones más tiernas y consideradas de un tema universal, el de la soledad. Hrabal se refirió al ruido de la soledad (Una soledad demasiado ruidosa), Lethem a su arquitectura interior (La fortaleza de la soledad), Auster, cuyas obras tempranas —La invención de la soledad— podrían haber tenido a cualquiera de estos chicos como personajes, supo que hay un tipo muy insistente de soledad que es la que ocurrió una tarde del pasado uno de esos días en que todavía no habíamos llegado allí.
Hermosos: diálogos sinceros.
Malditas: soledades no deseadas.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!