Ahora dudo si fue Cioran o el autor de la gigantesca biografía de Dostoievski, Joseph Frank, quien escribió aquello de que en Rusia todo está sublimado. No importa. Quien se haya asomado alguna vez a los abismos psicológicos y a los vaivenes de la moral en la novela del siglo XIX o a las cimas del romanticismo musical de Tchaikovsky o Rajmáninov sabrá qué quiere decir que el ensalzamiento exagerado de la belleza o la exaltación apasionada de alguna rara cualidad del alma es algo que en Rusia se abate sobre todas las cosas. Eso es lo que ocurre y lo que nos emociona en muchos momentos de Chernobyl, la miniserie de HBO escrita por Craig Mazin y dirigida por Johan Renck.
Los distintos niveles del sentido del deber, la moral individual, la ética profesional, la responsabilidad legal, la culpa criminal, o la razón de Estado (esa mentira) se dan todos en esta historia sobre la Historia que es Chernobyl. Más allá de la descripción exhaustiva y desasosegante del desastre (y del escándalo) que, en la primavera de 1986, hubo de explotar en una planta nuclear de Chernobyl en la Unión Soviética (actual Ucrania), la serie alcanza sus más altos niveles de interés técnico y acierto material, según lo veo, cuando rastrea, como con un dosímetro hipersensible, el estado de los mecanismos de vulnerabilidad y desprotección con los que el ser adulto se maneja ante la continua amenaza que se esconde tras las grandes convicciones de la vida.
En efecto, en gran medida esta serie realista y meticulosa tiene que ver con las contradicciones humanas propias de una forma de vida muy extendida en el siglo XX, aquella que consistió en ser, hablar, callar y hacer de acuerdo con un relato exterior, pero interiorizado, un relato que conformaba y daba sentido a la existencia ¿qué hacer cuando ese relato se desmorona? ¿cómo actuar cuando una vida de verdad, llena de dolor y esperanza, de breves instantes de felicidad y largas estaciones de sacrificio se viene abajo? ¿qué cara se puede poner cuando el flash de la verdad estalla entre una oscura trama de mentiras?
Chernobyl tiene mucho que ver con el resquebrajamiento de la URSS en la década de los 80, esto es, con el fin de alguno de los «grandes relatos», pero tiene que ver más con la sublimación de algunos relatos interiores. Por eso, sus momentos más emocionantes apuntan a los tenaces desvelos individuales por alumbrar la verdad frente a la historia oficial y colectiva, así los personajes de dos científicos interpretados por grandes actores: Jared Harris como Valeri Legásov y nuestra querida Emily Watson como Ulana Khomyuk. Otros, más emocionantes si cabe, tienen que ver con eso que a menudo llamamos heroísmo anónimo, es decir, actos sin teoría, valentía sin banda sonora, sacrificios de la gente común y que yo creo que son precisamente las expresiones más hermosas de la moral.
¿Qué es esta moral y por qué la ficción cinematográfica o televisiva puede recogerla de una forma privilegiada? Si tuviera que responder en pocas líneas a esa pregunta lo haría de una forma provocativa: la moral se observa mejor en los malvados. Esto es así porque, en general, la moral se recorta en los límites. La moral que me gusta se refleja en los tiempos de penumbra, en la aceleración de la trama de las cosas, en medio de la violencia, en las decisiones que algunos se ven obligados a tomar cuando en la vida se abre una clara disyuntiva.
La moral que prefiero no es la de los sujetos buenos, la de aquellos que siempre han obrado bien (los santos y los farsantes) sino la de personajes que sienten de repente que algo en su interior les obliga a actuar contra sus intereses. Para ello hace falta integrar la moral en el relato de la vida, algo que la literatura, el cine o la ficción televisiva (a diferencia del texto científico) puede hacer.
Algo dentro de ellos mismos les empuja a enfrentarse al resto, a la opinión dominante, como hace en Matar a un ruiseñor el personaje de Atticus Finch, el abogado empeñado frente a toda su comunidad, en defender de la mejor manera al joven negro acusado falsamente de violar a una mujer blanca. A medio camino también de la moral individual y la ética profesional, los pistoleros de Grupo salvaje, el film de Sam Peckinpah, se levantan cuando la imagen del cacique torturando a Ángel, el más joven de sus compañeros, deviene intolerable.
Cuando ser parte de esa historia les impide disfrutar del vino, el botín y las mujeres. Para ello no hace falta un discurso, sólo un cruce de miradas entre Pike Bishop (William Holden) y Dutch (Ernest Borgnine). En No es país para viejos, la adaptación de los Coen a la novela de Cormac MacCarthy, Llewelyn Moss (Josh Brolin) no puede dormir por un sentimiento de culpa moral: ha negado agua a un moribundo. Su decisión moral y no el hecho de haberse quedado con lo que no es suyo desencadenará su tragedia.
La moral tiene que ver con una convicción molesta que conduce a la derrota, a la lucha o al sacrificio. Es lo que ocurre con muchos de los liquidadores de Chernobyl, pero en especial con ese grupo de mineros que se ofrece como voluntarios. En un determinado momento de la serie, se ponen en pie no tanto por el confuso mensaje patriótico de la mejor expresión del Partido (Boris Shcherbina interpretado por Stellan Skarsgård) sino por una voz interior que se erige frente a los códigos darwinianos de supervivencia de los genes. Hay un motivo (quizás, como diría Hume, una emoción) que no saben explicar bien.
Es la moral desnuda, por ello un acierto del guionista es sacar a la luz esa moral desde el oscuro túnel donde el minero trabaja, por ello les vemos entrar, pero no salir del túnel, les dejamos a solas. Hemos asistido a una manifestación moral y pronto olvidaremos su aura brevemente delineada bajo la suciedad y el carbón de unos seres que ya se han arrancado aquello que les sobra: la ropa y la teoría.
Hermosos: actos morales.
Malditas: morales de laboratorio.
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