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Canciones que ya nunca sonarán igual en tu cabeza

En Música domingo, 26 de marzo de 2023

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Dicen quienes componen y publican las canciones que estas dejan de pertenecerles a ellos una vez el público las hace suyas. No les falta razón. La magia de la música popular reside, entre otras cosas, en eso. En lo elástico y customizable de una historia que son tres o cuatro minutos de texto y melodía, y que pueden acabar teniendo tantas lecturas posibles como personas. En eso se diferencia de otras formas de arte.

Pero cuando la canción se cruza con otra historia y unas imágenes que en principio no tienen por qué tener nada en común con ella, se multiplican los significados. Es lo que ocurre con esas películas y esas bandas sonoras que se alimentan de canciones preexistentes, que no fueron pensadas para embellecerlas. Aunque luego lo hagan. El texto de la canción y el subtexto de la película entrecruzan sus caminos, y el resultado puede acabar irradiando un potencial emocional de consecuencias imprevisibles. Un cóctel molotov de sentimientos. Un big bang sinestésico que puede dejarte noqueado. Un impacto que puede lograr que esa canción ya nunca vuelva a sonar en tu cabeza del mismo modo que antes de verla en esa película que te dejó tocado.

Me ha ocurrido varias veces. Seguro que también a cualquiera de vosotros. La última ocasión fue con una de las escenas finales de la excelente Aftersun (Charlotte Wells, 2022). Está construida a modo de fogonazos, como fugaces bocados de realidad filtrados de modo intermitente a través del recuerdo borroso de su protagonista, esa niña que intuye que algo grave le ocurre a su padre y empieza a sospechar que quizá  ese baile que emprenden en la discoteca de un hotelillo de la costa turca sea el último que hagan juntos. No lo sabe, pero lo intuye.

Suena “Under Pressure”, la canción firmada por Queen y David Bowie en 1981, y resulta casi imposible desanudar la garganta. Suena eso de Why can’t we give ourselves one more chance? Why can’t we give love, give love, give love, give love?, y esa canción que ni siquiera te había rozado la fibra sensible en el Live Aid del 85 (cuando lo hizo ante millones de telespectadores de todo el mundo), ahora casi te hace llorar. Ya nunca vuelve a ser la misma para ti.

Quien dice una película, dice una serie. En La Ruta (Borja Soler y Roberto Martín Maiztegui), que también presume —con razón— de cierto tinte neorrealista que rehúye por completo el sensacionalismo en el que bien podría haber caído, destaca un capítulo memorable. En este, por sorpresa, sus protagonistas se marcan una coreografía final mientras desde la cabina de una reconstruida Spook es el propio DJ Fran Lenaers (en uno de sus cameos más significativos) quien pincha “Nowhere Girl”, de B-Movie, aquel one hit wonder británico de los primeros años ochenta.

En este caso el baile tiene un efecto profundamente liberador, coronando un capítulo cuya acción se desarrolla de forma casi íntegra en los cuartos de baño de la discoteca: ese espacio donde se cantan las verdades, azuzadas por el alcohol y las drogas. Verdades incómodas, revelaciones, traumas, anhelos, deseos y ansiedades que se plasman con una fidelidad reveladora y punzante, hasta que en un inesperado giro de guion todo desemboca en un baile grupal con sus protagonistas danzando de cara a la pantalla, interpelando al espectador y agarrándose por las solapas de la camisa, cargándose por las bravas la cuarta pared.

Si alguna vez has tenido entre veinte y treinta años y lo que corría por tu sangre no era horchata, es complicado que no te emociones. Y “Nowhere Girl”, que en las recientes actuaciones en vivo de B-Movie suena digna pero como un plato recalentado para alicaídas sesiones remember, cobra a través de estos fotogramas una nueva dimensión. Esplendorosa, vivaz, como si se hubiera compuesto ayer.

La lista puede seguir. Seguro que vosotros también tenéis vuestro Top. A bote pronto, se me ocurren también dos películas que acabo de volver a ver después de muchísimos años. Y dos escenas memorables, que también hicieron que su correlato sonoro se marcara en mi córtex con una connotación distinta a la que les pude dar cuando las descubrí.

La escena de Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000) en la que suena “Lucha de gigantes”, de Nacha Pop. Y la de Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003) en la que arrecia “Just Like Honey”, de The Jesus and Mary Chain. Fijaos que no especifico el año de las canciones. Sí, son tan disfrutables como cualquiera de las películas. Perviven en nuestra memoria con la misma intensidad. Con la misma puntería. Pero gracias a su huella en el cine cobran vidas sensiblemente distintas con el tiempo. Renacen.

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