Delante del mostrador de Los pollos hermanos se ofrecían pechugas y muslos rebozados en una mala imitación de KFC. Y detrás, cristal azul de calidad superior sólo al alcance de mayoristas del narcotráfico. Un negocio-tapadera con sede en Alburquerque cuyo propietario, el filántropo chileno Gus Fring, seguramente tenía mucha más miga e historia detrás de la que nos acabó enseñando Breaking bad.
Breaking bad siempre me pareció una serie notable a la que, si le negaba el excelente, era por su creciente falta de auto-exigencia a medida que sumaban temporadas. Tanto elogio, tanto maximalismo y tanta crítica entusiasta no le hizo bien a Vince Milligan: lo malcriamos permitiéndole, sin apenas rechistar, demasiadas chulerías estéticas, giros gratuitos e incongruencias en general. No obstante, hasta la cuarta tacada de episodios, esta serie de AMC volaba muy alto. Tanto, que a punto estuve incluso de comprarme la camiseta de merchandising de Los pollos hermanos. Esa cadena de comida fast-food regentada por Gus Fring era la tapadera cutre y mundana de un imperio del mal. Era la máscara pública del archi-villano hierático que dio equilibrio a Breaking Bad. Porque Walter White-Heisenberg necesitaba, como todos los héroes por atípicos que sean, su némesis.
Gus Fring era la tercera dimensión que necesitaba Breaking bad para superar el bajo relieve al que le condenaba la relación Walter-Pinkman, a menudo redundante, de las dos primeras temporadas. También Saul Goodman aportaba tridimensionalidad a la serie como alivio cómico (además lo interpretaba el inigualable Bob Odenkirk). Pero, si bien las trapacerías de abogado chanchullero de Saul van a tener su spin-off (You better call Saul), Gus parece que no da para otra serie satélite. Lo cual es, directamente… ¡mentira!
En el episodio “Hermanos” de la cuarta temporada nos enseñaron la patita en un flashback en el que un joven y emprendedor Gus Fring y su socio Max se encontraban con Don Eladio y Héctor del clan Salamanca. Un narco-pitching frente a la piscina que acabó fatal, pero que en términos de ficción era todo lo que puede esperarse de un trauma fundacional ideal para una precuela: era Gus Fring begins. A partir de ahí, bien podría construirse un relato de ascenso en la pirámide del crimen parecido al de la parte de Robert De Niro en El Padrino II, al de El precio del poder o al de Carlos, la fabulosa mini-serie de Olivier Assayas. Giancarlo Esposito, además, es mucho actor (inolvidable su papel de Chicharra en Haz lo que debas de Spike Lee): puede soportar el peso del protagónico en una serie así y el de otras diez… Si le desencasillasen de los roles secundarios, claro.
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