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Auroville y el enigma del rock indio

En Música lunes, 16 de diciembre de 2024

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

En el extremo sur de India, entre el País Tamil y la excolonia francesa de Pondicherry, se encuentra la comunidad de Auroville, “La Ciudad del Alba”, fundada en 1968. Auroville fue concebida como una aldea global, una de las primeras en su especie, que daba la bienvenida a personas de todas las nacionalidades para unirse a un proyecto común en torno a la mística francesa de ascendencia judeo-egipcia Mirra Alfassa (alias ‘La Madre’), con la bendición del fallecido gurú bengalí Sri Aurobindo. En 2022 residían en Auroville 3.282 personas de 59 países, la mayoría indios. Se espera que el número crezca hasta 50.000 cuando culminen las obras del plan maestro iniciado a principios de los setenta. La comunidad aurovilliana afirma autosostenerse mediante donativos, ayudas de otros centros y organizaciones y la actividad de unidades comerciales internas que generan alimentos o artesanía.

Auroville figura entre las comunidades espirituales de aquella época que mejor sobrevivieron a su líder, pues La Madre abandonó este plano en 1973, tras haber dedicado sus últimos años a transformar sus células, una por una, en conciencia divina. Prueba de su versatilidad es que la granja Silent Farm auspicia desde 2011 el primer festival eco-musical de India, Lively Up Your Earth. A la cabeza del cartel, el grupo de aurovillianos Emergence, que combinan el rock con la música carnática.

Se ha debatido si el “mundo nuevo” de Auroville pertenece realmente a la India, de cuyos problemas se les ha acusado de desentenderse. Las versiones de Dylan sólo agravarán las acusaciones. India siempre con esa pátina de autenticidad que queremos ver en ella, donde un ejecutivo anglófono o una activista feminista solo se redimen si tienen en casa un altar donde postrarse ante un dios con muchas cabezas. Cierto que la cultura india se resiste como quizá ninguna otra a los dioses de Abraham y del materialismo, que hoy más o menos se reparten el mundo. Pero, más allá de nuestros esencialismos orientalistas, India está compuesta de no-India en cuanto se disecciona un poco, desde los milenarios capiteles del gran Asoka (¿influencia persa?) hasta el emblemático traje salwar kameez (¿Asia Central?) o, simplemente, la obligatoriedad de cubrir el busto femenino con ropa (¿moral victoriana?).

Todas estas introducciones son y fueron sibilinas. India transforma lo ajeno en propio, siempre buscando algún pasaje en los śāstras que esclarezca la antigüedad inmemorial e indígena del invento. Por supuesto, tiene que concordar con los valores instituciones: el alcohol es un tabú prohibido en cuatro de sus estados, y, de acuerdo con un estudio de 2014, el 95% de los indios se sigue casando escrupulosamente dentro de la casta de sus ancestros. Y si no hay sexo ni hay drogas…

Se comprenderá ahora por qué en el subcontinente solo una minoría se ha sentido atraída por el rocanrrol y el estilo de vida asociado, que siguen siendo percibidos por muchos como una importación extranjera. Como para demostrar esto, las bandas más conocidas de rock o metal indio, por ejemplo Indus Creed, Motherjane, Pentagram o Parikrama, mantienen un sonido (y un idioma) bastante internacional. En Europa y Estados Unidos, el rocanrol nació entre gritos de orgasmo y de rebelión generacional. Aunque otros países asiáticos tuvieron sus pequeñas revoluciones y contraculturas, artísticas, políticas, sexuales, India no conoce cuanto menos, no reconoce una liberalización de sus costumbres. No por casualidad un estado pequeño y culturalmente periférico como Meghalaya, de mayoría “tribal” y cristiana, ha disfrutado históricamente de una escena roquera más vigorosa que las megalópolis de la India hindú o musulmana.

En el nuevo milenio se multiplicaron, influenciadas por la world music, las agrupaciones de música fusión, tras los pioneros Indian Ocean, y se popularizaron temáticas sobre la mitología hindú. Incluso apareció una banda con letras en sánscrito, Dhruvaa, fundada en 2015 y proclamada la primera de su clase de India. Sin embargo, bajo el paraguas de la fusión, las sonoridades de Dhruvaa no dejan ser tradicionales; la banda de indios singapurenses Rudra, fundadores del llamado vedic metal, ya jugaba con la lengua décadas antes, y la estela de metal extremo en sánscrito llega hoy hasta Taiwán. Significativamente, este “género” no parece haber dado otra cosa que bandas efímeras en Nepal o en India, tierra madre del sacro idioma. La inspiración tuvo que venir de Singapur.

India condena a muchas de sus bandas de rock más prometedoras a ser one-hit wonders… o no wonder at all. Aunque el número de agrupaciones sea hoy superior al de los años ochenta o noventa (incluso en estilos propios de los ochenta o noventa), aún se discute el futuro de esta música en el clima monzónico. ¿Será este el preludio de una genuina contracultura india? ¿Un agente encubierto de la globalización? ¿Un injerto de otro mundo a la manera de Auroville? ¿O bien una simple moda para urbanitas de paladar foráneo patrocinada por disqueras internacionales y la Rolling Stone? El tiempo dirá, y esperemos que no pase tan lento como de costumbre en India.

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