Friedrich Stowaser fue un artista y arquitecto austriaco (Viena, 1928-2000), su madre, Elsa, no quería que fuese artista ni que destacara culturalmente, siempre quiso que aprendiera un oficio útil que le permitiese ganarse la vida honradamente, pero sus inquietudes y aspiraciones eran otras.
Él era muchos hombres en uno: se sentía pintor, ecologista, arquitecto… Quería ser y hacer tantas cosas diferentes que le resulta difícil identificarse con algo. Por ese motivo, a lo largo de su vida cambió varias veces de nombre, dependiendo de las circunstancias en las que se encontró, hasta que, finalmente adoptó el nombre de Friedensreich Hundertwasser.
Matriculado en la Academia de Bellas Artes de Viena, en cuanto aprendió a dibujar desnudos y copiar del natural, se aburrió de las clases y abandonó los estudios; fue un autodidacta a la búsqueda de nuevas formas de expresión, resultado de la observación y el estudio de otros artistas, como Egon Schiele, pintor y grabador austríaco, discípulo de Gustav Klimt, cuyos coloridos edificios y ciudades parecían humanas, llenas de vitalidad.
Influido por la obra de este artista y deseoso de conocer y descubrir nuevas emociones que alimentasen su creatividad, sus conocimientos y su formación, empezó a viajar hasta 1950, periodo en el que llegó a su vida la arquitectura y se convirtió en el centro de su producción artística y en la herramienta fundamental para conseguir el bienestar humano respetando su dignidad como individuo.
En esa época desarrolló una serie de ensayos en contra de la arquitectura racional y su ortogonalidad, siguiendo su particular teoría, según la cual, la línea recta hacía enfermar a las personas porque, al ser un elemento que no existe en la naturaleza, nuestro organismo no está preparado para asumirla y por tanto la rechazaba a través de la enfermedad.
Culpaba a la arquitectura monótona, estéril y repetitiva, generada por una producción industrial mecanizada, de la miseria humana. En contraposición a ello, su obra se decantó por el uso de la espiral, los colores fuertes y las formas orgánicas en un afán de naturalizar el hormigón y sus formas existentes en nuestras vidas.
Su particular visión del mundo y la manera en que los humanos se relacionaban con él, le asemeja a la querida Amélie Poulain, protagonista de la película con el mismo título, Amélie, dirigida por Jean-Pierre Jeunet (2001). Una hermosa fábula sobre cómo transformar nuestra realidad.
Ambos intentaron cumplir su sueño: Mejorar y hacer más fácil la vida de las personas. Pero mientras la soñadora Amélie se considera una heroína, Hundertwasser representa el anti heróe por lo temerario y osado de su propuesta, ya que su arquitectura no es apta para todos los públicos, existen diferentes opiniones al respecto.
Fue ese punto de locura visionaria lo que le llevó a inventarse una profesión nueva, la de médico-arquitecto, bajo la cual, intentaría combatir y erradicar esa invisible enfermedad que afectaba a los edificios, transformándolos en entes insensibles, carentes de emoción, austeros, anónimos y vacíos hasta el aburrimiento.
Esa patología edilicia también podía manifestarse como erupciones o forúnculos, metáforas todas ellas de las enfermedades que padecen los edificios, como así lo muestran la arquitectura de sus primeras obras: Casas sangrando (1952).
Su particular excentricidad le llevó a pensar que esos edificios grises de hormigón, obra de planificadores urbanos dogmáticos y arquitectos de ideas fijas, influían y cambiaban el carácter y los sentimientos de las personas que las habitaban.
Ambos (Hundertwasser y Amélie) pensaban que lo bueno de cada persona estaba en su interior, en el centro de su ser y que, a lo largo de la vida, va rodeándose de capas que determinan su relación con el universo.
Según él tenemos tres tipos de piel: la dermis, la ropa y la arquitectura. La cuarta capa es el entorno social (la familia, la vecindad, la ciudad y el país) y la quinta, el entorno mundial.
El artista apostaba por la individualidad creativa de cada persona y creía que cada vivienda debía inspirarse en la estética y la personalidad de sus habitantes. Para él, la arquitectura estandarizada no podía llamarse arte. Los inquilinos deberían tener derecho a modificar el lugar en el que viven.
El que vive en una casa debe tener derecho a asomarse a su ventana y a diseñar como le guste todo el trozo de muro exterior que pueda alcanzar con el brazo, así será evidente para todo el mundo desde la lejanía que allí vive una persona.
El apartamento de Amélie es un ejemplo de ésto. Una atmósfera repleta de diferentes colores que transmiten emociones, cierto misterio y fantasía que nos hace partícipes de esa vitalidad tan característica de las viviendas citadas anteriormente de Egon Schiele.
Un espacio en el que predominan los rojos (con un llamativo papel pintado con relieve), los naranjas de la colcha, los verdes de los cojines y los amarillos, podemos contemplarlos en las obras de Hundertwasser; los cuadros, que no desentonarían con los existentes en el cabecero de la cama de Amélie, un perro y una oca, obra de Michael Sowa, que cobran vida. Al verla, es imposible no sumergirse en ese ambiente mágico amenizado con la colorida música de Yann Tiersen.
Una vivienda cuya personalidad y creatividad irradian alegría y felicidad. Está situada en Montmartre, el barrio más bohemio de París, construido sobre una colina, coronada, a su vez, por el Sacré Coeur, cuyas empinadas callejuelas, pintorescas plazas y animados comercios, cafés y restaurantes forman parte de un colorido paisaje. Fue el lugar predilecto de artistas e intelectuales en el siglo XIX y principios del XX.
Por el contrario, el toque especial de la obra de Hundertwasser, centrado fundamentalmente en Austria, se puede apreciar en los proyectos como el complejo residencial Waldspirale en Darmstadt (Alemania); la planta incineradora, en Spittelau; la Kunsthauswien, antigua fábrica de muebles de madera, hoy su museo.
Pero quizás, su proyecto más recordado fue el edificio de apartamentos Hundertwasserhaus, unidades de bajo coste ubicadas en Viena, que incluyeron superficies ondulantes (un piso ondulado es una melodía para los pies), innovadoras cubiertas verdes y grandes árboles que crecían en el interior de los recintos, con sus ramas saliendo por las ventanas.
Pero Hundertwasser, preocupado no solo por las viviendas sino también por la naturaleza y el medio ambiente, desarrolló una peculiar teoría sobre los enanos de jardín. Esta se basaba en la justificación de su empleo en la decoración de los jardines como forma de expiación, por el maltrato que sufre a causa de los humanos.
Sin embargo, en la película de Amélie, el gnomo del jardín de su padre adquiere un significado completamente distinto, ya que los continuos robos que sufre, junto con la cadena de postales que comienza a recibir desde las principales capitales del mundo con su imagen apostada en primer plano, representan una segunda oportunidad para escapar y emprender un viaje que lo libere de una vida tan insulsa.
En este punto de la historia, a las postales de Amélie se une la fantasía del propio Hundertwasser, quien consideraba los sellos como pequeños trocitos rectangulares de papel, muy importantes y especiales, portadores de un mensaje en su interior. Unen los corazones de remitente y destinatario, no conocen fronteras, son embajadores de arte y vida y la medida de la cultura de un país.
Es la única obra de arte que uno puede poseer, es testimonio de la belleza y el espíritu creativo de la humanidad, pero, sobre todo, una puerta abierta a la imaginación.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!