Hay quien dice que el siglo XX, agonizante, no terminó de boquear hasta hace unas semanas, tras la muerte de Fidel Castro. Hay quienes alertan (y no son pocos) de que la Tercera Guerra Mundial puede no estar lejos. No es de extrañar tanto alarmismo, a la vista del panorama casi distópico que se revela ante nuestros ojos: yihadismo rampante, la extrema derecha al alza en casi todo occidente, un millonario botarate al frente de la Casa Blanca y asesinatos como del del embajador ruso en Ankara, que han disparado los paralelismos -exagerados o no- con el detonante de la primera gran guerra, el magnicidio de Francisco Fernando de Austria en 1914.
Independientemente de augurios más propios de Nostradamus, y de lecturas sesgadas de la historia en base al reloj biológico de algunos de sus iconos, sí que impera un cierto consenso (razonable, no hay más que ver la que está cayendo desde el 11 de septiembre de 2001) en rendirse a la lógica del siglo corto de Eric Hobsbawm, esa que acota el tuétano del siglo XX a lo que sucedió entre 1914 y 1991, desde la Primera Guerra Mundial hasta la primeras consecuencias de la caída del Muro.
Pero, ¿qué es lo que ocurrió entre el dichoso fin de la historia, tal y como lo enunció Francis Fukuyama allá por 1992, y la irrupción de esa amenaza difusa y difícilmente cuantificable que trae a la humanidad a maltraer desde 2001? Porque eso fueron los años 90, un periodo de relativa tranquilidad, de bonanza económica (la crisis del 93 fue de juguete si la comparamos con la de 2008), de ausencia de grandes desafíos. ¿Y cuál es el reflejo que deparó la música popular de todo ello?
La historiografía oficial del rock suele decantarse por establecer relaciones de causa-efecto entre los momentos sociopolíticamente más agitados y las sacudidas creativas más determinantes en su relato. Aunque tiende a olvidar que el nacimiento del género se dio, precisamente, en una época de prosperidad económica para la entonces pujante clase media, en EEUU y luego en Reino Unido.
Aquel primer nexo también lo advierten muchos músicos. Cuando entrevistamos a Moby hace unas semanas, justificaba las similitudes entre el brote del punk a finales de los 70 y el de la electrónica a finales de los 80 recurriendo a una frase pronunciada por Orson Welles en la película El Tercer Hombre (Carol Reed, 1949): En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron 500 años de amor, democracia y paz, ¿y cuál fue el resultado?: el reloj de cuco.
Desde la perspectiva actual, retumba el eco de quienes, coincidiendo con la tesis respaldada por Moby, asignan a la década de los 90 el rol de un lapso que (musicalmente) también rebosó autocomplacencia. De una Arcadia feliz en un contexto de falsa euforia. El último ha sido el periodista británico David Stubbs, quien con su libro 1996 & The End of History (Repeater, 2016) retrata sin piedad los tiempos del brit pop y la cool Britannia, aquella alianza casi simbiótica entre medios, la plana mayor de una joven generación de músicos y el pujante Nuevo Laborismo de Tony Blair, poniendo el acento en su vacía futilidad. Los titulares que todo aquello generaba en la prensa británica reducían a la mínima expresión las noticias sobre lo que ocurría en Somalia o en la antigua Yugoslavia.
Si alguien pensó que el rock podía ser alguna vez un contrapoder (al estilo de lo que muchas veces se le presupuso al periodismo), se le caerá el mito al suelo leyendo libros como el de Stubbs. De hecho, resulta francamente sintomático que el principio del derrumbe de la socialdemocracia europea, cifrado en aquella tercera vía que con el tiempo demostró no ser tal, contase con una banda sonora tan esencialmente conservadora como aliada, aunque el compadreo entre ambas fuera fugaz.
La estampa que ha perdurado como corolario de aquel periodo es la de Oasis tocando ante 250.000 personas en Knebworth, el mismo verano (el del 96) en el que la selección británica trataba de emular, infructuosamente, a la que ganó el mundial en su casa en 1966. El machacón repiqueteo promocional y mediático del documental Oasis: Supersonic (Matt Whitecross, 2016) nos lo recuerda desde hace meses. Y sin posibilidad de escapatoria.
¿Son esas épocas de relativa paz un limbo más bien estéril e inocuo? ¿Son esos años el equivalente al cielo tal y como lo describían los Talking Heads y como luego nos recordaron Esclarecidos, ese lugar donde nunca pasa nada? Dos décadas (el movimiento pendular o cíclico del rock suele orbitar en torno a ese lapso) parecen tiempo suficiente como para calibrar con perspectiva. Y aunque los 90 no hayan arraigado aún en el imaginario colectivo con el mismo vigor que en décadas precedentes, no todo el mundo está por la labor de emborronar por entero su herencia, no exenta (como cualquier otra) de obras perdurables que dejaron un poso que aún pervive.
El periodista (también británico) John Higgs, que suele marcarse interesantes ensayos históricos, afirmaba en las páginas del libro The KLF: Caos y Magia (Libros Walden, 2015), que convenía marcar distancias con cualquier enmienda a la totalidad de la década de los 90. Diferenciaba claramente entre su primera mitad y la segunda. El periodo comprendido entre 1991 y 1994, justo antes de la aparición de Internet y la era de la (sobre) información, lo califica como un periodo liminal. Fue para él un punto ciego cultural, en el que se gestaron grandes obras de arte como Screamadelica (Primal Scream), Loveless (My Bloody Valentine), Automatic For The People (R.E.M.), Nevermind (Nirvana) e incluso Peggy Suicide (Julian Cope).
No cuesta nada darle la razón, desde luego. Aunque se le podría replicar que todos ellos eran el fruto maduro de coyunturas previas, maduradas durante la década de los 80: el grunge había surgido como expresión del descontento y la marginación social de amplias capas urbanas y rurales del noroeste yanqui ante los estragos de la política neoliberal de Ronald Reagan, la cultura rave había brotado como evasión paralela al rodillo thatcherista y el éxito de Stipe y bandas como la suya se había fraguado desde una década antes en el sustrato del college rock, condición necesaria para el posterior estallido filoaternativo.
En cualquier caso, su teoría de los periodos liminales como interregnos en los que cualquier fenómeno peculiar puede prosperar, resulta muy sugerente. The KLF, objeto de aquel libro, quemaron un millón de libras en la isla de Jura (Escocia) en 1994. Higgs cree que si hubieran quemado esos enormes fajos de dinero antes de 1989, habrían sido considerados situacionistas o surrealistas. Y si lo hubieran hecho después de 2001, habrían sido vistos como parte de un movimiento anticapitalista global. Lo que explica que su acción se enclavase con precisión en ese periodo intermedio, con plena naturalidad, es precisamente el hecho de que no se puede explicar nada en los periodos liminales, porque carecen de contexto.
Hay un componente de evasión hueca en gran parte de la música de los 90 que abona las teorías que echan por tierra su herencia. La popularización definitiva de la música electrónica se produce durante aquellos años, ya sea con la etiqueta de intelligent dance music (IDM), acuñada en los Estados Unidos en 1993 (o sin recurrir a ninguna coartada), pero lo hace muchas veces incrementando sus BPMs en fórmulas de encefalograma plano. Algunos de los hallazgos de lo que sería aquel periodo llamado liminal, en sus albores, acabaron desvirtuándose: no hay más que ver cómo acabó el trip hop, convertido en música para anuncios de colonias. Y el dichoso brit pop quedó tan diluido que al final no quedó más remedio que aceptar que, Damon Albarn al margen, fueron sus asimilados (Brett Anderson, Jarvis Cocker, Luke Haines) quienes más retrospectivas merecen.
El influjo de OK Computer (de Radiohead, en 1997), algo así como el certificado de defunción de aquella ebullición generacional, también procuró una retahíla de incómodos clones. Pero conviene no olvidar que desde un plano mediáticamente más discreto, desde las trincheras del underground, desde los márgenes post hardcore o desde lecturas post rock, seguía escribiéndose la historia de géneros cuyo molde aún perdura con vivacidad.
Resulta curioso constatar que, más tarde, el 11-S no solo derrumbó dos torres gemelas y oficializó el inicio de una nueva era: también dio la puntilla a lo que encarnaban los felices y despreocupados años 90, sepultó el limbo de los fenómenos liminales y, sobre todo, dio por cerrado el largo paréntesis que sufría la tradicional liturgia rock: la irrupción del nuevo-viejo discurso que encarnaban The Strokes fue su banda sonora. Y parece cualquier cosa menos casual, porque sus ásperas guitarras dictaminaban la vuelta a la normalidad del orden establecido. Otro viejo-nuevo orden. Aunque lo que con ellos comenzó ya sería otra historia.
Aquellos felices 90, el tiempo en el que no ocurrió nada 6 enero, 2017 3:49 pm
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