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The KLF. Con ellos llegó el escándalo

En Música 5 marzo, 2015

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

The KLF vendieron millones de discos entre 1987 y 1992 y se fueron alejando de los focos hasta quemar un millón de libras reales, grabarlo y difundirlo. El libro Caos y magia, la banda que quemó un millón de libras, de John Higgs, cuenta por qué The KLF fueron una de las bandas más especiales de todos los tiempos.

Bill Drummond y Jimmy Cauty, dos tipos aparentemente corrientes y molientes, se dedicaron a vender discos como rosquillas entre finales de los 80 y principios de los 90, bajo el nombre de The KLF. El hecho de que su existencia como proyecto coincidiese con una de las etapas más fértiles y determinantes de la historia del pop, y que ellos supieran picotear de muchos de los estilos adscritos a aquel periodo con enorme éxito, da una buena idea de su insondable inteligencia. No en vano, conocían los entresijos de la industria desde dentro: habían trabajado años en ella.

Reconocer esto no es lugar muy común entre la crítica, la verdad. Pero lo cierto es que gran parte de lo que hoy en día conforma el sustrato sonoro en el que nos movemos, queramos o no, procede de ese lustro: el auge de las bandas del college radio rock de los 80 (con R.E.M. a la cabeza), el impulso del hardcore y el grunge postrero hasta la élite del rock alternativo norteamericano, la simbiosis entre rock y guitarras impulsada desde Madchester, la expansión del house, la cultura rave y la música dance (en sentido amplio) como catalizador de masas, la hipnosis shoegaze y el dream pop, la semilla del chill out (años más tarde convertida en cansina cantinela) e incluso el proto brit pop (Suede, The Auteurs, los primeros Blur)…

La importancia de aquellos cinco años se antoja capital. Y The KLF, quienes habían debutado en 1987 como The Timelords con el single “Doctorin’ The Tardis” (guiño evidente a la serie Doctor Who, con guitarras glam a lo Gary Glitter, quien incluso les acompañó en algún directo), fueron los más listos de la clase a la hora de fagocitar muchos de sus preceptos desde la ironía, la iconoclastia y la ausencia de prejuicios.

Lo cuenta de forma ejemplar el periodista británico John Higgs en Caos y Magia. La banda que quemó un millón de libras. Un libro publicado en Reino Unido en 2012 y que ahora ha sido editado en nuestro país, traducido al castellano, por Libros Walden. Cerca de 300 páginas absolutamente fascinantes, que conforman uno de los mejores libros musicales surgidos en años. Y que explican qué es lo que pudo llevar a estos dos benditos chalados a quemar, en un acto de desafío flagrante a la industria musical y al propio sistema de valores que la sustenta, un millón de libras reales (lo certificó un reportaje posterior de la BBC) en la isla de Jura (Escocia) el 23 de agosto de 1994, cuando ya habían decidido dejar de editar discos e incluso eliminar físicamente el remanente de su discografía que aún no se había vendido.

La incógnita que planea a lo largo de todo el libro es la siguiente, tal y como plantea el propio Higgs: ¿eran un par de iluminados o solo un par de gilipollas con ganas de llamar la atención? La solución a la pregunta queda en manos del lector. Pero lo que el libro ofrece, al margen de huir de un aleccionamiento moral que nadie necesita, es el detalle de todas las claves ideológicas que sustentaron el proceso creativo de la banda y su fascinante relación con la industria, repleta de estrategias de choque, maniobras aparentemente delirantes y desencuentros tan sonados como desopilantes.

Un credo expresivo que, en lo musical, se inspiró en el hip hop de la vieja escuela, el balbuciente chill out, el dance más expansivo y la cultura rave, pero que en lo teórico se alimentó del situacionismo alentado años atrás por Guy Debord (tan presente en el punk británico), por la teoría de las sincronicidades de Gustav Jung y por el discordianismo latente en la trilogía Illuminatus, la novela escrita por Robert Shea y Robert Anton Wilson en 1975. John Higgs las destripa y explica su aplicación a la praxis de The KLF de una forma magistral, huyendo de la biografía artística al uso. Por algo se ha dicho de su obra que es un libro de música para gente que no lee libros de música.

La creatividad desenfrenada y desinhibida es, por definición, autocomplaciente si no va seguida del arduo trabajo que interviene a la hora de expresar esa inspiración como algo que conecte con otras personas. Lo dice Higgs al final de uno de sus capítulos, y la verdad es que no se nos ocurre mejor declaración de intenciones (ni mejor advertencia para tanto músico underground autista: no hay que ir muy lejos para encontrarlos a patadas) para resumir el trayecto del dúo, que enlazó un rosario de singles inapelables en 1991, convirtiéndoles en la banda que más ejemplares en ese formato vendió en el mundo a lo largo de aquel año.

En un estilo similar al empleado tradicionalmente por Greil Marcus (las alusiones en el texto no son casuales), el periodista británico traza con The KLF una casi intangible línea argumental, que se sitúa a años luz de las monografías al uso. Su utilización de la teoría del siglo corto del historiador Eric Hobsbawm (quien cifró el siglo XX, a efectos prácticos, entre 1917 y 1991) y de la del fin de la historia de Francis Fukuyama (quien propone el fin de la división del mundo en dos bloques como nuevo punto cero de la historia moderna) es ejemplar.

De acuerdo con ambos, el lapso comprendido entre 1991 y 1995 (hasta el auge institucionalizado del brit pop) supondría una fase liminal. Un breve periodo de confusión y desubicación, tanto moral como generacional (de ahí la pesadumbre grunge y la desnortada Generación X) durante la que imperaba la orfandad de referentes, en todos los sentidos. Una suerte de interregno. Una brecha en el tiempo. Algo que daría sentido a la aparente incapacidad del dúo para explicar de forma lógica sus propios actos (especialmente el de la quema de billetes) e incluso el éxito arrollador de una propuesta repleta de una imaginería tantas veces delirante.

Si tienen oportunidad de leerlo, no lo dejen escapar. Reíran, aprenderán e incluso puede que se emocionen. Desde luego, no se arrepentirán.

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