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“Anna Bolena” en La Fenice, cien años después

En Música miércoles, 9 de abril de 2025

Gian Giacomo Stiffoni

Gian Giacomo Stiffoni

PERFIL

La fama de Gaetano Donizetti como compositor operístico se relaciona sobre todo con su producción para el género cómico: títulos como L’elisir d’amore, La fille du régiment o Don Pasquale fueron considerados, ya desde sus estrenos, como obras fundamentales dentro de la historia de ese repertorio. La aportación de Donizetti a la ópera seria no fue sin embargo tan inequívoca: si, por un lado, ninguna de sus obras serias, salvo Lucia di Lammermoor, ha llegado a alcanzar las características de “obra maestra absoluta”, por otro, se considera que su amplia producción es determinante para la vitalidad a principios del siglo XIX de una tradición ya consolidada y marcada por la producción rossiniana. Junto a Vincenzo Bellini, Donizetti es, sin lugar a duda, el representante más destacado del espíritu musical romántico italiano durante los años treinta del ese siglo. Si Bellini manifiesta la faceta más intensa, a veces exasperada, de este romanticismo italiano, gracias a un estilo muy personal y a una idea de la dramaturgia operística única y original, Donizetti sobresale por su versatilidad y su capacidad de adaptarse al modelo dominante de la época —la ópera seria de Rossini— modificándolo con cambios progresivos pero constantes.

Anna Bolena

Enea Scala y William Corrò en el primer acto de Anna Bolena. © Michele Crosera, Teatro la Fenice.

Anna Bolena –presentada en estos días por el Teatro la Fenice, que no la veía en su escenario desde 1857– marca un momento clave en la evolución del compositor. Estrenada en en el Teatro Carcano de Milán en 1830, la ópera es sin duda una partitura en la que el compositor intentó por primera vez marcar un hito en su carrera. Por esto amplia la estructuras, las trabaja constantemente y quiere demostrar sus habilidades como operista La obra demuestra con creces la habilidad ya alcanzada por Donizetti en el manejo de los recursos dramático-musicales, pero es la mismo tiempo su límite ya que el intento demostrativo non se casa felizmente con la inspiración musical dejándonos una obra bastante inexpresiva pese a ser escrita por un reparto que veía las mejores voces de su época.

Anna Bolena

Un momento del final del primer acto de Anna Bolena. © Michele Crosera, Teatro la Fenice.

De hecho, Anna Bolena es una “ópera de cantantes” en la que todo lo que sucede resulta pretextual y sirve, ante todo, como ocasión para hacer brillar el bel canto. Así entiende la ópera el director, escenógrafo y figurinista Pier Luigi Pizzi, responsable de esta nueva producción del Teatro La Fenice. Para contar la sombría historia de la reina Ana Bolena —esposa repudiada y ejecutada por orden del rey Enrique VIII de Inglaterra bajo la acusación de traición, con el fin de desposar a Juana Seymour—, Pizzi optó por un único espacio escénico: una gran estructura de madera con líneas tardo-góticas que evoca una inmensa jaula, metáfora visual de una corte inglesa opresiva y aprisionada.

Pocos fueron los elementos escenográficos que maracaron la diferencia entre los dos actos: en el primero, una tribuna que representa el trono y también el lecho de la reina en su abarrotada cámara; en el segundo, una verja al fondo sugiere la prisión de Ana y de sus infortunados acompañantes. En comparación con otras producciones recientes de Pizzi, esta primera Anna Bolena suya acusó cierta convencionalidad. La propuesta escénica resultó más impersonal de lo habitual, si bien conservara la legendaria elegancia de su vestuario renacentista y un innegable gusto pictórico acentuado por el refinado diseño de luces de Oscar Frosio. Hablar de una “ópera de cantantes” implica dejar rienda suelta a los intérpretes, con escasa atención al trabajo actoral y apostando todo al lucimiento vocal. Algo que hizo también el director Renato Balsadonna dejándonos una interpretación bastante anodina de la partitura, poco sutil y con la única nota positiva el haber presentado la obra sin cortes y en su forma integral.

Anna Bolena

Lidia Fridman y Carmela Remigio en el segundo acto de Anna Bolena. © Michele Crosera, Teatro la Fenice.

La compañía reunida por el coliseo veneciano no decepcionó: un verdadero despliegue de virtuosismo belcantista. La protagonista fue Lidia Fridman, joven soprano rusa de timbre muy oscuro, agudos fáciles y una gran seguridad en las agilidades, aunque algo limitada en la construcción del personaje. Algo más definida, tanto escénica como vocalmente, fue la Seymour de Carmela Remigio, especialmente convincente en la representación de las múltiples ambigüedades del personaje. Bien lo hizo, también, la mezzo Manuela Custer como Smenton, así como el bajo Alex Esposito, como Enrique VIII, aunque con una interpretación un poco forzada en su brutalidad.

Anna Bolena

Lidia Fridman en la escena final de Anna Bolena. © Michele Crosera, Teatro la Fenice.

Quien tuvo más dificultades fue sin duda Enea Scala que se enfrentó al papel de Percy con ímpetu ininterrumpido, sin buscar matizar los sonidos ni suavizar la emisión mediante sonoridades mixtas, como sería deseable. Hay que decir que hoy en día es extremadamente difícil enfrentarse a los papeles, como este,escritos para Giovanni Battista Rubini; un tenor extraordinario que poseía un canto muy peculiar, potente, pero al mismo tiempo ligero y con agudos penetrantes, aunque nunca forzados y cercanos al falsete. Un estilo de canto que hoy en día podría a lo mejor descolocar al espectador, pero que es necesario rescatar para recuperar con coherencia el estilo vocal de la ópera italiana de la primer mitad del siglo XIX. Finalmente, destacaron positivamente William Corrò, con un Rochefort de elegante línea vocal, y Luigi Morassi, un Hervey pulido y de buena presencia escénica.

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