El mundo de la música pop y rock está repleto de héroes y antihéroes. De músicos que nacieron para ser protagonistas, acaparar la mirada de los focos, enamorar a las cámaras, y otros que siempre se sintieron más cómodos en la retaguardia, pese a que su importancia fuera similar. En el tantas veces canonizado (y a veces, vilipendiado) relato de la sacrosanta Movida que se gestó en Madrid a mediados de los años ochenta y tuvo sus réplicas en otros rincones de la península, irrumpen con fuerza una serie de personajes protagónicos que van saliendo y entrando en acción, y entre ellos hay héroes y heroínas recurrentes pero también antihéroes y antiheroínas que gozaron de una proyección que en realidad tampoco buscaron con ahínco. Una de ellas, también una de las que ha sabido madurar con el tiempo con mayor entereza creativa y (sobre todo) escénica hasta ahora mismo —y ahí me vienen a la cabeza también figuras masculinas como Víctor “Coyote” Aparicio— es Ana Curra. Incluso para muchos de aquellos niños que veían La Bola de Cristal, es hoy un personaje borroso.
Ana Isabel Fernández (El Escorial, 1958) puso su teclado y su imagen al servicio de Alaska y Los Pegamoides, los efímeros pero rutilantes Parálisis Permanente (junto a Eduardo Benavente, su pareja en aquel momento) y su proyecto Seres Vacíos. Dentro de cada uno de aquellos proyectos fue siempre la persona que albergaba una mayor formación musical: educada en las clases de piano del Conservatorio, lugar en el que acabaría dando clases hasta hoy mismo, instigó desde muy pronto la facción más gótica, siniestra, tenebrosa, de aquella amalgama de músicos que acabaría pasando (a veces, sin ni siquiera pensar en ello) a la historia. les pirraban Killing Joke o Siouxsie and the Banshees. Su devenir es conocido, aunque no tenga ni la quinta parte del relumbrón mediático de todo lo que desde entonces hizo su amiga Alaska. El acto (Tres Cipreses, 1982), único álbum de los Parálisis, es leyenda no solo porque Eduardo Benavente falleciera en un accidente de tráfico a los pocos meses (que también), sino porque es un disco tan seminal e influyente como para haber marcado a parte de toda una generación.
Hay quienes dicen que Parálisis Permanente tenían mayor potencial incluso que Alaska y Dinarama. Al menos esa es una de las muchas revelaciones que se pueden extraer de Conversaciones con Ana Curra (Efe Eme, 2021), el extraordinario libro con el que la periodista zaragozana, afincada en Madrid, Sara Morales ha debutado en un negociado en el que no parece en absoluto una debutante: el de los libros sobre música pop. Confieso que no he leído nada más excepcional en castellano a lo largo de lo que llevamos de año que este libro, solo superado por el apabullante Toma de tierra (Libros del KO, 2021) de Bruno Galindo.
El libro de Sara tiene un gran valor porque sabe extraer el máximo partido a un género posiblemente tan sobreexplotado como es el de los volúmenes que se nutren de entrevistas a fondo, y además consigue que incluso quien pueda estar razonablemente exhausto del recurrente bombardeo mediático (entre la nostalgia, el revisionismo y la ley del mínimo esfuerzo) alrededor de aquellos años ochenta hispanos pueda engancharse sin remisión a sus 276 páginas. No parece que Ana Curra fuera nunca una artista muy proclive a airear los aspectos íntimos de su vida, y eso que daría para un novelón por entregas, pero aquí se abre al cien por cien. No rehúye ningún tema: ni su larga temporada en el infierno de las drogas, ni sus relaciones sentimentales, ni los desagradables flecos con las discográficas por unos derechos de autor que aún colean, ni sus desencuentros con compañeros de profesión ni tampoco ninguna de las aventuras emprendidas en largos periodos de ausencia de los escenarios, como aquella visita a Chiapas que a punto estuvo de costarle la vida. Todos los aborda con franca honestidad. Sin resentimientos ni cuentas pendientes, con serenidad y paz interior, pero también sin paños calientes.
Conversaciones con Ana Curra es, pues, no solo un acto de justicia y un excepcional ejercicio periodístico, sino también una suerte de fe de vida.
Su lectura promueve la sensación de que no había nadie más idóneo que la autora para redactar este libro. Hay una gran sintonía entre entrevistadora y entrevistada, como si la diferencia generacional entre ambas (25 años las separan) ya de por sí desterrase cualquier posible vicio, rencilla o secuela derivada de una época en la que músicos y plumillas compadreaban quizá más de lo recomendable. Aquí no hay prejuicios ni autodefensas. Ninguna deuda. Llega a resultar conmovedora la simbiosis entre Ana Curra y Sara Morales. La gratitud mutua. La forma en la que las confesiones de una derivan en una suerte de terapia para una y de sanador bálsamo para la otra, en una época particularmente complicada de su vida, con el agravante de los confinamientos que tanto nos han trastocado a todos. Por momentos, parece que el lector esté asistiendo a un diálogo sin líneas rojas entre una madre y una hija. Mérito de ambas, desde luego, pero sobre todo de quien tradujo todo eso al papel, quien además lo transmite muy bien en las introducciones de cada uno de los capítulos, que sirven para contextualizar cada una de las charlas pero también para que podamos sintonizar con esa indescriptible sensación que produce llegar a intimar con quien ha sido uno de tus ídolos desde la adolescencia: uno de los impagables privilegios de una profesión —por otra parte— tan mal pagada como es la nuestra.
Conversaciones con Ana Curra es, pues, no solo un acto de justicia y un excepcional ejercicio periodístico, sino también una suerte de fe de vida (nunca mejor dicho, entenderán por qué) de una mujer que, entre muchas otras cosas (su pasión por el esoterismo, por la docencia, por la vida de las santas y santos, su entrega incondicional al amor con cada una de sus parejas), nunca debió imaginar que uno de los temas más presentes en su obra, como es la muerte, acabaría también rondando de forma tan lúgubre su propia existencia. Su relato tiene la fuerza de quienes han sobrevivido a todo, están curados de espanto y además pueden enorgullecerse de contarlo.
(Foto de portada: Alberto García-Alix).
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