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Cultura

El aligeramiento de Dios en la ciencia-ficción: Alien

En Hermosos y malditas, Cultura martes, 30 de mayo de 2017

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

El reciente estreno de Alien Covenant (Scott, 2017) y, particularmente, la polémica surgida en torno a la relación con el guion de su predecesora Prometheus (Scott, 2012) permiten, según lo veo, una serie de reflexiones ligeras a propósito de la metafísica y la ciencia-ficción.

Creo que se debe al afán racionalista propio del género, en su dimensión literaria, y en particular de dos de sus mejores exponentes, Philip K. Dick y, sobre todo, Stanislaw Lem, la posibilidad de replantear, desde un punto de vista lúdico e imaginativo algunas preguntas típicas de esa ambigua rama de la filosofía, que merced a una casualidad de la ordenación bibliográfica, llamamos «metafísica».

El género de ciencia ficción ha permitido reflexionar, por la vía de la ucronía y la distopía, sobre política y sociedad. En lo que nos interesa aquí, la ciencia-ficción, sobre todo la literaria, ha barruntado nuevas religiones y sistemas de creencias, al estilo del VALIS (Vast Active Living Intelligence System) de K. Dick, o del mesianismo de la Missionaria Protectiva en Dune, de Frank Herbert.

Proyecciones de nuestra cultura aparte (antropomorfismos, mesianismos, Yihad, etc.), los principales aciertos de la ciencia-ficción, en lo que a la afecta a la disipación indolora de la idea Dios en el espacio exterior, y en particular de la religión (aciertos que intuyen pronto autores tan distintos como Jonathan Swift o H. G. Wells), derivan más que del rigor lógico (al estilo de Robert Heinlein o Isaac Asimov), de una imaginación capaz de concebir una pluralidad de civilizaciones, existencias y formas de vida que coexisten en pequeñas parcelas de un universo que se asume inmenso y desconocido: gracias a las visiones de mundos muy distintos se comprende que ningún credo particular, único y definitivo es posible.

Las más de las veces, el cine de ciencia-ficción ha evitado el relativismo metafísico (incompatible con la idea monoteísta de una única religión verdadera, propia del judaísmo, del cristianismo y del Islam), para proponer visiones trascendentalistas exponentes de una espiritualidad ambigua: haciendo caso a Wittgenstein (de lo que no se puede hablar, es mejor callar) la respuesta a las grandes preguntas en el cine de encuentros entre civilizaciones muy distintas, se intuye, se «muestra» con imágenes de la imaginación, pero no se formula con palabras exactas.

Es lo que sucede con el océano pensante en la extraordinaria Solaris y, en general, en la poética anti-materialista y en las reflexiones sobre arte, emoción y conciencia del escultor del tiempo Andrei Tarkovsky; es lo que sucede en 2001, una odisea del espacio: ahí afuera hay algo más, pero no es posible saber exactamente qué. Es lo que ocurrió con El fin de la infancia y con la estupenda Cita con Rama, y lo que decepcionó de su elucidación en las obras de Arthur C. Clarke.

El mercerismo de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? se pierde en la adaptación cinematográfica como lágrimas en la lluvia, en ella las preguntas trascendentes constituyen a los que han pensado y a los que han vivido, por ello es tan hermoso el final vitalista y nietzscheano de Blade Runner: el replicante empático en busca de un creador encuentra, como ocurría en la elegantísima Prometheus, un mediador, otro ingeniero, acaso el aciago demiurgo de Cioran.

Tradicionalmente, el cine de ficción ha acudido, sí, a un cierto misticismo refractario a la soberbia de las religiones y de los ateos. Tengo al ateísmo como una religión negativa igualmente cargada de jactancia, pues a diferencia del agnóstico, el ateo presume de saber la respuesta a las grandes preguntas, aquellas que, de acuerdo con el mejor Kant, es propio del hombre hacerse, pero no puede responder de forma racional.

La humildad del viajero espacial le aleja de las religiones organizadas, de las Iglesias y los privilegiados administradores de los sacramentos. Así, a muchos nos pareció burdo el debate teológico en Contact, (1997), la adaptación de Zemeckis de la novela de Carl Sagan quien, en la vida real, pensaba que si Dios existía no sería un hombre barbudo, sino el conjunto de leyes físicas que gobiernan el universo: dios innegable, pero insatisfactorio desde un punto de vista emocional.

Preferimos antes que la fe del pastor protestante interpretado por Mel Gibson en Señales (Shyamalan, 2002) y las primeras versiones del final de la guerra de los mundos, la fraternidad infantil de ET, ese ecologista, y entre las más recientes, el acento puesto en el lenguaje de la fascinante La llegada, de Denis Villeneuve.

La saga de Star Wars, por ejemplo, disipa la idea monoteísta de un Dios revelado, asociado al hombre, la verdad y la escritura, para proponer una visión ascético-espiritual (la fuerza) afín a las cosmovisiones orientales del planeta Tierra. Los personajes de Star Wars, cabe recordar, no dejan de ser a diferencia de lo que sucedía en la serie Galáctica, extraterrestres.

Mi opinión sobre el último filme de la saga «Alien» y su historia de androides culpables y torpes colonizadores es, básicamente, que el filme de Ridley Scott consigue de forma tan lamentable como efectiva «corregir» los principales aciertos del guión de Promeheus cuyo punto de partida se vinculaba explícitamente con la tradicional relación entre inquietud metafísica y ciencia-ficción. Dos eran, según lo veo, los principales aciertos del punto de partida: el primero, su apelación de matriz griega al titán amigo/enemigo de los hombres: mediación de una tercera especie entre humanos y Dios (o dioses); el segundo sugería veladamente con un pesimismo más crudo que el de Thomas Hobbes, la ontología depredadora, nociva y despiadada de nuestra especie.

Efectivamente, en Prometheus, los hombres viajaban al espacio exterior para conocer la respuesta a una pregunta metafísica, ¿de dónde venimos?, y la respuesta que encontraban era doble: nuestro origen mediado proviene de una raza tecnológicamente superior (los ingenieros), a la vez (y esta es quizás una interpretación personal), el segundo interrogante (¿quiénes somos?) se resolvía en primera instancia: animales diseñados, inquietantemente al modo de Alien, como armas biológicas.

El hombre, según se apuntaba en Prometheus, es una especie agresiva, tal como la historia, el planeta y, en particular, nuestra relación con los hambrientos de África y el derretido Polo Norte, se han ocupado empíricamente de demostrar. Renglones sanguinolentos escritos por un autor secundario, desplazamiento de la centralidad de lo humano en el ámbito de la creación. Las respuestas se aplazan en la ciencia-ficción, algo que los innumerables muertos en nombre de Dios, ya en el mundo real (demasiado real), habrían agradecido en el fondo de eso poético y ambiguo, ligero y supuestamente existente que llamamos, sin sonrojo, «alma».

Hermosas: ucronías (novelas en las que la historia ha transcurrido de forma alternativa).

Malditas: cruzadas.

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