Es más, directamente: ¿recuerdan siquiera lo que fue el efecto 2000? ¿La tensión premilenio? ¿El fin del mundo que se cernía sobre nuestras cabezas? Al final, aquello resultó un fiasco. Nuestra vida continuó con plena normalidad. Ni los ordenadores colapsaron, ni el software mundial tuvo que reprogramar sus sistemas para dar cabida a unos cuantos ceros más, ni llegó el ocaso de nuestros días ni de la civilización tal y como la conocíamos. Lo único que sí que llegó, y fue para sentar sus reales de forma irreversible (disculpen, me niego a emplear la odiosa coletilla vino para quedarse), fue la temida globalización.
Ella nos trajo luego la internacional del delirio yihadista, el germen de la quiebra de representatividad política en medio mundo, la fugaz esperanza de unas tímidas revoluciones sociales (las primaveras árabes, el 15-M) espoleadas por unas redes sociales que nos cambiaron la vida para siempre y, sobre todo, el auge de un populismo rancio, nacionalista y cerril, que optó por el repliegue egoísta ante un mundo tan complejo al que ni siquiera intenta comprender. Y en lo más alto de su punto de ebullición, por si faltara algo, una pandemia mundial.
Ante semejante panorama, es lógico que aquel efecto 2000 nos produzca una tierna melancolía. O incluso una sonora carcajada, si nos ponemos crueles. El miedo al cambio de milenio es la tormenta en el vaso de agua que una vez sostuvimos antes de que la marejada actual nos tuviera con el agua al cuello, casi boqueando en un sinfín de cierres, ERTES y crisis encadenadas que amenazan con convertirse en sistémicas. Una nadería. Parte de esa irrelevancia que calibramos sobre el efecto 2000 con la perspectiva del tiempo se traslada también al plano musical: a veces da la sensación de que entre los estertores del brit pop y la irrupción de los Strokes, sincronizada con la caída de las Torres Gemelas, no hubiera ocurrido absolutamente nada. De que el periodo entre el Ok Computer de Radiohead (1997) y aquella vuelta a las viejas esencias que fue el fashion rock hubiera sido terreno baldío. Un erial.
Compartimos en nuestros muros de Facebook y en nuestros perfiles de Twitter el enésimo reportaje sobre el 25 o el 30 aniversario de ese disco que tanto nos marcó durante aquellos noventa en que éramos tan jóvenes, pero si se paran a pensarlo, verán que hay un apagón generalizado sobre lo que fue la recta final de la década. Son discos que apenas tienen quien les escriba. Y ocurre, sobre todo (ya imaginarán que no estamos hablando de Britney Spears), con aquellos que más contribuyeron a definir aquel tiempo que se presuponía tan incierto, amenazante, sometido a movimientos tectónicos de resultado imprevisible. La misma época que El club de la lucha (David Fincher, 1999) o Matrix (hermanos Wachowski, 1999), otros dos síntomas en forma de película.
Son trabajos bisagra creados con material volátil, sobre suelo movedizo, que apenas han generado culto. Que no son objeto frecuente de revisión ni efeméride. El Tricky más obsesivo y cavernoso nos puso en alerta con su Pre-Millenmium Tension (1996), al que sucedió el magmático, viscoso, Angels With Dirty Faces (1998). Fue la última vez que el bristoliano marcó tendencia. El último Tricky importante. Los mejores Massive Attack, los más indescifrables, los que lograron su alquimia más intransferible, también rondaban por ahí con un tercer disco (Mezzanine, 1998) cuya portada mostraba a un extraño insecto que bien hubiera podido ser el protagonista de la metamorfosis kafkiana que parecía estar a la vuelta de la esquina.
Ellos son la excepción que confirma la regla (giraron hace un par de años rescatando ese disco), algo que contrasta con la escasa mecha que tuvo su propio sello, Melankolic, que crearon ex profeso para editar también los deliciosos primeros discos de Alpha, Day One o Craig Armstrong. Eran la franquicia más prometedora del momento, pero el cambio de siglo apagó su eco.
El rock y la electrónica llevaban un buen lustro ya fundiendo sus presupuestos: el big beat no era una casualidad. Pero nunca hasta entonces había prosperado una aleación que mezclara con tanta soltura kraut, funk, dub, psicodelia viscosa, desasosegantes paisajes cinemáticos, espíritu punk y hasta free jazz. Los Primal Scream de XTRMNTR (2000) comandaban aquel pelotón de asalto marcando una de sus indiscutibles cumbres propias, y de cerca les seguía el David Holmes de Bow Down to the Exit Sign (2000), transitando el camino abierto por los Death In Vegas de The Contino sessions (1999).
En los surcos de aquellos tres enormes discos se intercambiaban las voces de Jon Spencer, el propio Bobby Gillespie, Iggy Pop, Jim Reid (The Jesus & Mary Chain), Martina Topley-Bird (musa de Tricky) y demás sospechosos habituales. Con mimbres menos consistentes, hay quien se ha inventado escenas enteras. Ellos eran el punk fin de siècle. Por si fuera poco, Nine Inch Nails se sumaban al aquelarre descerrajando el significativo The Fragile (1999).
Más texturas densas: las de los emergentes Gomez, The Beta Band o Leila, quien con el tiempo podría haber sido tan grande como M.I.A., a tenor de su debut. La elegante oscuridad de Doves o Elbow encauzaba una valiosa alternativa a un pop británico que ya no estaba para fastos. Si alguien necesitaba espantar la inquietud con buenas dosis de mala leche, ahí estaban Six By Seven con su furibundo The Closer You Get (2000).
Y si se proponía la bendita inacción como fatalista toma de partido, la melancolía como antídoto de la ansiedad, ahí estaban las primeras —y más hondas— simas de Perry Blake o Jay-Jay Johanson para despeñarse bien a gusto. ¿Algún objeto sonoro no identificado, único en su especie? También los hubo. Por ejemplo, la última obra maestra de los XTC, prácticamente desconectada de su pasado y de su magro futuro. Se llamó Apple Venus Vol. 1 (1999).
Fue también el momento de los mejores Radiohead (Kid A, 2000), los mejores Flaming Lips (The Soft Bulletin, 1999) o los mejores Grandaddy (The Sophtware Slump, 2000), con discos que proponían visiones escapistas; un escapismo que también cobraba formas ciertamente acogedoras desde Islandia: las de Sigur Rós o múm.
Y como no todo iban a ser profecías agoreras, también fue aquella la época en que la técnica del sampler, inventada más de una década atrás, llegó a su máximo punto de sublimación con el jubiloso debut de unos benditos chalados australianos llamados The Avalanches.
Han pasado veinte, veintiuno, veintidós años de todo aquello y el efecto 2000. Pero ya saben: la historia la suelen escribir los ganadores, y no quienes, tomando el pulso a su tiempo, vaticinaban males que ahora mismo (a toro pasado es fácil constatar que no era para tanto) nos parecen minucias.
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