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“After Hours”: capturando el ‘angst’ de los 80

En Cine y Series miércoles, 3 de abril de 2024

Javi Cózar

Javi Cózar

PERFIL

Se suele decir, y creo que con buen criterio, que el cine de John Hughes supo capturar el angst de la juventud de los años 80 y describir certeramente sus inquietudes, sus obsesiones, su manera de entender la vida. No me da la impresión, sin embargo, de que se haya hablado tanto de cómo Martin Scorsese atrapó en After Hours (1985) las preocupaciones del americano medio, canalizándolas en una película tan delirante como dramática. Una película que ha recibido una remasterización en 4K, presentada en el pasado Festival de Berlín, gracias a la cual luce de manera más espectacular, si cabe, de lo que ya lucía hasta ahora.

La génesis de esta película (pido disculpas, pero no pienso mencionarla con el lamentable título que recibió en España) es bien conocida: Scorsese salía del varapalo personal que le supuso que Paramount cancelara a última hora su querido proyecto La última tentación de Cristo (que conseguiría rodar finalmente en 1988) y necesitaba filmar algo rápido y fácil. Griffin Dunne y Amy Robinson, productores que ya tenían algún éxito previo, tenían entre manos el guion de Joseph Minion, que en principio habían asignado a un director que todavía no había dirigido ninguna película y que respondía al nombre de Tim Burton. Pero el guion cayó en manos de Scorsese, le encantó, y cuando Burton se enteró decidió apartarse del proyecto en un gesto de cortesía y respeto que le honra.

La historia que plantea After Hours es realmente curiosa: Paul Hackett (Griffin Dunne), un neoyorquino corriente que se gana la vida como procesador de datos, acaba una rutinaria jornada de trabajo y decide cenar fuera. En el restaurante conoce a Marcy (Rosanna Arquette), atractiva mujer con quien termina quedando en el apartamento que ella comparte con la escultora Kiki (Linda Fiorentino). A partir de ahí se desencadena una sucesión de hechos inesperados que ponen a prueba la capacidad de resistencia de Hackett y su determinación de volver a casa para dormir antes de volver al trabajo el día siguiente.

After Hours

Para empezar, resulta sorprendente cómo un material ajeno acaba encajando de manera tan admirable en el universo cinematográfico de Scorsese. Por ejemplo, el concepto de pecado y de expiación que, sin ser mencionados de manera explícita, pueden leerse detrás de las desventuras de Hackett: obviamente, toda la noche empieza porque el protagonista ha visto en Marcy una posibilidad clara de echar un polvo, y de hecho es lo que intenta en un momento dado de la noche. Todo se tuerce a partir de ese momento, y la frustrada aventura sexual de Hackett deriva en su desesperado intento de volver a casa. Pero cuanto más lo intenta, con más personajes estrafalarios se tropieza y más dificultades se interponen en su camino: todo lo que le ocurre, pues, puede entenderse como un castigo divino por haber dado rienda suelta a sus instintos sexuales.

El pecado, la culpa, el castigo son temas que vertebran la filmografía de Scorsese desde sus inicios y que aparecen, en formas a veces explícitas y a veces más sutiles, en muchas de sus películas. After Hours no solamente no es una excepción, sino que, de hecho, materializa la premonitoria frase que puede escucharse en una de las primeras películas de Scorsese, Malas calles (1973): “Los pecados no se redimen en la iglesia, se redimen en las calles”.

Esa variopinta galería de personajes con los que se encuentra Hackett en el transcurso de una sola noche es donde, seguramente, reside el alma del absurdo retrato que Scorsese dibuja de la noche del Nueva York de los años 80. La posición del protagonista ante todos ellos es casi siempre de perplejidad, lo que alimenta esa visión absurda. Y aquí es clave la presencia de Griffin Dunne quien, con una extraordinaria ductilidad en su rostro, es capaz de transmitir toda esa perplejidad en uno de los one man shows cinematográficos más hilarantes que recuerdo.

Ya de entrada, Hackett no acaba de entender que una mujer guapa como Marcy esté dispuesta a realizar un movimiento de acercamiento a un hombre al que no conoce de nada. La incredulidad se dibuja en su rostro durante toda la escena del restaurante. Después está el trabajo de Kiki, que realiza esculturas en yeso recubriéndolas con papel de periódico: de nuevo la mirada de Hackett revela cierta sorpresa, como si no acabara de creer (o entender) que aquello pueda ser arte.

After Hours

Nighthawks (Edward Hopper, 1942).

Ese rostro de Griffin Dunne tan expresivo sigue proyectando estupefacción interna en casi cada encuentro que sigue en la noche. Por ejemplo, cuando va a casa de Julie, la camarera desesperada por encontrar un príncipe azul que la rescate de su aburrida existencia (deliciosa Teri Garr), un personaje que sintetiza una de las ideas que vertebra toda la película: Hackett, Marcy, Julie, todos son los halcones nocturnos que retrató Edward Hopper en su célebre cuadro Nighthawks, almas nocturnas y solitarias en busca de afecto, de calor humano, en busca del contacto que Peter Gabriel describió en 1982 en su excelsa canción I Have the Touch. De hecho, la cita a Hopper es más o menos explícita en ese café nocturno, el River Diner, en el que Marcy y Hackett se refugian para conocerse.

Incredulidad en el rostro de Dunne nuevamente, en este caso ya transformada en rabia, cuando conoce a Gail (una no menos espléndida Catherine O’Hara), la pirada que termina organizando una batida ciudadana para detener a Hackett creyendo que él es el responsable de los robos que asolan al vecindario. Quizás no existe mucha sorpresa al principio del encuentro, pero lo imprevisible pronto vuelve a golpear en la cara a Hackett cuando, intentado memorizar un número de teléfono, Gail se lo impide recitando números al azar para traicionar su memoria. Algo que a Gail le parece divertido: está chiflada.

Para Scorsese, pues, ser urbanita implica estar expuesto a la excentricidad, a aquello que escapa de lo normativo, a comportamientos imprevisibles, erráticos (Julie), cuando no directamente lunáticos (Gail). Comportamientos que provienen de perfectos desconocidos, y esto es importante porque el miedo al desconocido tiene una afectación crucial en el desarrollo de la noche que vive Hackett.

After Hours

Esta desconfianza hacia el desconocido no es compartida por todos los personajes. Marcy, por ejemplo, no tiene inconveniente alguno en invitar a su casa a Hackett, al que acaba de conocer en un restaurante. Kiki es casi más comprensiva con el ligue de Marcy que con su propia compañera de piso. Y Tom, el camarero, se situaría en una posición intermedia: acaba dejándole las llaves de su casa a Hackett para que vaya a comprobar si está la alarma puesta o ha sido víctima de la ola de robos, pero luego cierra el bar para ir él mismo a comprobarlo cuando ve que Hackett no regresa y, además, es quien delata al atribulado protagonista ante la muchedumbre que le persigue en el tercio final de la película.

Pero la idea del miedo al desconocido es finalmente la que aboca la película a su tercer (y delirante) acto. Es una idea que ya aparece pronto en la historia cuando Marcy le explica a Hackett que una vez fue violada por alguien que entró en su habitación a través de la escalera de incendios. Luego, en un giro hilarante, le revela que el intruso era su exnovio, pero para entonces ya poco importa ese detalle: es relevante esa cita al miedo atávico a la profanación del hogar por parte de un extraño, algo que el cine explotaría posteriormente en el subgénero de terror de las home invasion, porque de esa cita emana después toda la desconfianza de los vecinos del SoHo, el neoyorquino barrio de Manhattan donde transcurre toda la acción, que se organizan espontáneamente en un comando urbano que persigue (erróneamente) a Hackett creyendo que él es el ladrón que les está robando en sus casas.

Pero la película afronta este miedo de una manera sarcástica, diríase que casi burlándose de este temor. Y es que los verdaderos ladrones son dos chorizos de poca monta interpretados por la pareja de cómicos formada por Cheech Marin y Tommy Chong, muy famosos en esa época en Estados Unidos, aunque de escaso éxito en su exportación a mercados extranjeros. Se recorren el barrio con una destartalada furgoneta robando lo que se solía robar entonces, televisores y reproductores de vídeo, además de otros objetos de valor. No deja de resultar irónico, pues, que el miedo de los vecinos tenga su origen en dos inofensivos y simpáticos chorizos, tan torpes que son capaces de pagar dinero por una escultura que luego pierden (Esto es lo que pasa cuando pagas por algo, que te lo roban, dice uno de ellos en una de las mejores frases de toda la película).

After Hours

Es un retrato ciertamente amable de una delincuencia urbana que After Hours evita describir de la manera habitual en la que lo hizo el cine de la época. Desde la seminal The Warriors (Los amos de la noche) (1979) hasta 1997: Rescate en Nueva York (1981), pasando por el género de terror que vio un filón con productos tan siniestros como Maniac (1980) o por los exploitation provenientes de la cinematografía italiana que transcurrían en el (entonces) conflictivo barrio del Bronx: todas ellas son películas que describen una Nueva York en la que la delincuencia y la violencia campan a sus anchas.

After Hours huye de ese relato tremebundo. La noche en la Nueva York de After Hours es como un laberinto de almas solitarias, las del Hopper de Nighthawks posiblemente, y por lo tanto sus calles son cualquier cosa menos amenazantes: son fascinantes con su sempiterno asfalto mojado, y son eléctricas con los atrevidos travellings con los que las describe el gran director de fotografía Michael Ballhaus. Son calles que albergan espacios incitantes como el propio estudio donde viven Marcy y Kiki, donde apenas existen fuentes de luz.

Fascinantes, atractivas, excitantes son adjetivos en los que Hackett, un hombre normal, querría quedarse a vivir en esta noche que narra la película. Un hombre normal buscando lo opuesto a la rutina de su trabajo, buscando la aventura. Pero estos son también adjetivos que se vuelven en su contra, que derivan en una odisea que escapa a su control y en la que todos parecen querer acusarle de algo que no tiene nada que ver con él, que es un hombre con un trabajo serio y ordenado. En este tramo final de la película hay un momento revelador que sintetiza admirablemente ese momento que atraviesa Hackett. Es cuando contempla un asesinato a través de la ventana de un edificio, una mujer acribillando a tiros a un hombre: la paranoia de Hackett es de tal calibre que su reacción inmediata es decirse a sí mismo Seguro que también me acusan de eso.

Esas mismas calles que prometían excitación y aventura, pues, son las que atrapan a Hackett en su desesperado intento por volver a su hogar, a ese espacio sagrado, inviolable, seguro, que es el inadvertido protagonista de la película. Justo en 1985, Phil Collins cerraba su obra maestra No Jacket Required con una canción titulada Take Me Home, en el que el narrador se describía a sí mismo como un hombre normal “que trabaja de día y duerme por las noches”. Ese es Paul Hackett: un hombre normal que solamente quiere volver a casa, un hombre normal atrapado en un grito de estupor ante los surrealistas acontecimientos que le suceden en una sola noche.

Y la película, finalmente, decide acudir a la literalidad y termina encerrando a Hackett en un grito: para escapar de la muchedumbre que quiere su cabeza, otra artista que también realiza esculturas lo encierra en una figura humana que, si bien no está gritando como la que estaba moldeando Kiki al principio de la noche cuando Hackett la conoce, sí que guarda una gran similitud con aquella, inspirada (explícitamente, pues se nombra en los diálogos) en El grito de Edvard Munch.

After Hours

El grito (Edvard Munch, 1893).

La ironía final que propone la película es demoledora: con Hackett atrapado literalmente en su propio grito, los dos chorizos entran en el taller y roban la escultura. La cargan en la furgoneta, salen pitando, pero en su huida las puertas traseras se abren y la escultura cae al asfalto, rompiéndose. Hackett, liberado, se levanta, para descubrir que se encuentra justo delante de las puertas de su trabajo que en ese momento se abren para él.

After Hours

Un nuevo día laboral ha comenzado. El ciclo se ha cerrado. Ha terminado la noche, que es un espacio donde habitan extrañas criaturas tal y como lo explicó Raf en el inolvidable hit de discotecas de 1984 Self Control: Vivo entre las criaturas de la noche, no tengo la determinación para intentar luchar contra un nuevo mañana, así que supongo que simplemente creeré que el mañana nunca llega.

La luz del día hace que los vampiros de la noche se recluyan en sus moradas. El trabajo, la rutina, es la salvación del hombre moderno, el lugar donde el orden reina en contraposición al caos de la noche. Pocas moralejas se pueden encontrar en el cine de los años 80 más asoladoras que esta.

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