Drácula. Sí, otra vez Drácula. No deja de llamar la atención cómo el cine vuelve una y otra vez a algunos temas, personajes o historias que ya ha visitado en numerosas ocasiones, desde variadas perspectivas. La célebre novela de Bram Stoker, por ejemplo, no es que haya sido adaptada al cine muchas veces, es que es nada menos que el embrión de todo un subgénero del cine fantástico, el de las películas de vampiros, pabellón bajo el cual se han producido toda clase de permutaciones imaginables, desde cintas de época hasta futuristas, desde dramas hasta comedias.
Por eso me resulta sorprendente que un director sin nada que demostrar ya, como es Luc Besson, decida correr el riesgo de volver a Drácula con una adaptación más o menos ortodoxa, Dracula: A Love Tale. El riesgo, en este caso, reside en las inevitables comparaciones con el Drácula, de Bram Stoker, que dirigió hace 30 años Francis Ford Coppola, para muchos, la adaptación definitiva del libro de Stoker. La cinta de Coppola permanece tan arraigada en el imaginario colectivo que es imposible no volver a ella cuando estamos en presencia de una adaptación más o menos fiel del libro (cuanto más libre o más alejada de Stoker, obviamente menos riesgo de parecerse a la cinta de Coppola).
Sin embargo, hay que decir que el reciente Nosferatu de Robert Eggers, por ejemplo, es una película, en sus texturas y en sus decisiones artísticas, mucho más cercana al Drácula de Coppola que esta nueva versión del director galo. Besson se ciñe a los rasgos principales del texto original y, tal y como hiciera Coppola también, se apoya de manera casi obsesiva en la interpretación de su actor protagonista, un Caleb Landry Jones bastante acertado en su composición de un personaje torturado por el dolor. En el capítulo actoral, y esto merece un titular bien grande, también hay que agradecer al director francés que haya conseguido domar a Christoph Waltz, actor habitualmente insufrible que aquí hace gala de una contención interpretativa prácticamente inédita en su carrera.
Pero Besson tampoco es un director especialmente dotado para el lirismo audiovisual. Así pues, su Dracula: A Love Tale deviene al mismo tiempo una adaptación tan correcta como aséptica. No hay riesgos asumidos de ningún tipo, ni de guion ni de dirección. Toda la película transita por una formalidad de hechuras bien trenzadas, sin estridencias. Quizás Besson es consciente de la imposibilidad de acercarse a la versión de Coppola, y en ese sentido sorprende agradablemente las pocas ganas que tiene esta película de parecerse a aquella. Puede que la inesperada aparición del genio de Danny Elfman sea lo que más se acerca, aunque su partitura tampoco puede competir con la de Wojciech Kilar. Por lo demás, este Dracula: A Love Tale busca su propia identidad a partir de una puesta en escena ciertamente kitsch (esas gárgolas vivientes, por ejemplo, son de un mal gusto tremendo) que no tiene la menor intención de trascender. Besson no pretende hacerse notar, solo quiere ilustrar en imágenes las páginas de la novela. No es un audiolibro de la obra de Stoker, pero casi. Y, por lo tanto, su corrección deja en el espectador una sensación de previsibilidad permanente que conduce a una no menos inevitable pregunta: ¿Qué aporta Besson al mito? La respuesta es: nada.
Dracula: A Love Tale deviene al mismo tiempo una adaptación tan correcta como aséptica.
Prácticamente lo mismo podría decirse de L’homme qui rétrécit, nueva aproximación a la novela The Shrinking Man que el gran Richard Matheson publicó en 1956. El atribulado protagonista, interpretado en esta ocasión por Jean Dujardin (presente en Sitges, por cierto), ve cómo su organizada vida de familia se ve truncada cuando, misteriosamente, comienza a encoger. El director Jan Kounen actualiza este clásico prescindiendo de la justificación científica del original de Matheson, en el que este proceso de empequeñecimiento estaba provocado por la exposición a una nube radiactiva después de haber ingerido accidentalmente insecticida. Cabe recordar que, cuando Matheson publicó su novela, el género fantástico estaba muy preocupado por los efectos adversos de la ciencia, y es que las bombas atómicas lanzadas en Hiroshima y Nagasaki tuvieron un impacto determinante en el cine y la literatura fantásticos de la época.
Pero ha llovido mucho desde entonces, y Kounen afronta esta nueva revisión desde una perspectiva mucho más integrada en las inquietudes de nuestro tiempo: el protagonista realmente nunca llega a saber el motivo por el que encoge, ni la película nos lo dice claramente, pero sí nos sugiere —en ese momento al inicio en el que Dujardin está nadando en el mar y queda expuesto justo en el centro de un círculo de nubes (y de agua)—, que quizás alguna anomalía en el medio ambiente podría estar detrás de este fenómeno. Sería, pues, una explicación que encajaría armónicamente con una de las principales preocupaciones de la humanidad hoy día, que es todo lo relativo al deterioro del medio ambiente.
Tampoco es que la película esté muy preocupada por explorar ese camino. De hecho, no profundizar en las causas del encogimiento progresivo del protagonista le permite a Kounen una reflexión casi cosmológica de la vida, reflexión que se materializa en una voz en off que va guiando al espectador a través de la historia y que va dibujando una cierta resignación vital del protagonista: sus ideas acerca del universo, acerca de su particular condición de hombre menguante, seguramente ayudan a definir una película con inquietudes filosóficas, pero lastran también la parte más lúdica del conjunto.
L’homme qui rétrécit, pues, convierte la historia original en una especie de vía crucis existencial y catártico para su protagonista. Sí, hay una araña gigantesca. Y hormigas. Y un gato. Pero la aventura asoma aquí supeditada a esta nueva visión más reflexiva, casi intimista, de lo que significa ir encogiendo de tamaño. Una visión bastante alejada de la que propuso Jack Arnold en la maravillosa (y urgente) adaptación que dirigió en 1957, El increíble hombre menguante, que, esta sí, se centraba en la aventura de manera casi exclusiva.
Tanto Drácula. A Love Tale como L’homme qui rétrécit se han incluido en la sección Sitges Collection, pero el equipo de programación ha decidido que The Life of Chuck tenía que ir en la sección oficial de competición. La última película de Mike Flanagan, uno de los directores de cine fantástico más interesantes en la actualidad, adapta un relato homónimo de Stephen King publicado hace solo cinco años. La historia está dividida en tres partes ordenadas en orden cronológico inverso, empezando por la tercera y acabando por la primera. Aunque lo parezca al principio, no estamos ante un rompecabezas narrativo al estilo Memento.
En realidad, el mecanismo de la película se intuye a partir del segundo acto, el que protagoniza directamente el Chuck del título, interpretado con solvencia (as usual) por Tom Hiddleston. Pero no pasa nada, porque no es la intención de Flanagan epatar al público con manierismos forzados. Más bien al contrario, la puesta en escena de este cuento, que en otras manos menos hábiles sin duda habría dado lugar a excesos visuales desproporcionados, se revela aquí contenida, casi como si Flanagan quisiera pasar desapercibido. Esto proyecta a un primer plano la historia, que es exactamente lo que Flanagan quiere: que el aliento de King pueda transpirar por los poros de lo que se nos cuenta.
De esta forma, The Life of Chuck aterriza ante nuestros ojos y despliega todo su arsenal emotivo para recordarnos que el cine, entendido sin dogmatismos, puede ser muchísimas cosas, y también, por qué no, puede ser simple y llanamente emoción. Sin necesidad de adornos ni de excusas argumentales. Eso es exactamente The Life of Chuck, una bellísima reflexión acerca de nuestro lugar en el universo como seres humanos. Más allá incluso, Flanagan utiliza a King para proponer una exaltación de la vida como conjunto de experiencias, una exploración de la riqueza interior de cada uno de nosotros que me parece muy necesaria en tiempos de un exasperante yoísmo, alimentado por las redes sociales, en el que se anula por completo lo interior para exhibir únicamente fachadas.
Flanagan vuelve a demostrar con esta película, pues, que es una persona muy capacitada para captar lo que realmente quieren explicar ciertos escritores. Flanagan puede y sabe ir más allá del argumento principal, tal y como ya demostró en su excelsa adaptación de La caída de la Casa Usher, para extraer ideas, temas y sensaciones que permanecen agazapados detrás de los hechos que se narran. Y es así como The Life of Chuck entra en esa categoría de adaptaciones de Stephen King que demuestran una sorprendente capacidad para la emoción. No puede mirar a los ojos de Cuenta conmigo o Cadena perpetua, pero definitivamente juega en esa misma liga porque Flanagan, como antes Rob Reiner y Frank Darabont, ha entendido que King, además de un extraordinario creador de terrores, es también un hábil manipulador de los resortes mentales más primarios, los que apelan a los sentimientos humanos.







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