Cuatro bodas y un funeral. Así era mi vida hace unos años. Más o menos. Ahora son cuatro funerales y diría que ya prácticamente ninguna boda. Es ley de vida. Dicen. Me conozco el trayecto de mi casa al tanatorio municipal como la palma de mi mano. Lo he transitado en todas las modalidades posibles: en coche, en autobús y andando. Últimamente no pasan ni dos meses entre una visita y la siguiente. La generación de nuestros padres ronda los ochenta años. Tengo la infinita suerte de tener a ambos aquí, en buen estado de salud, pero es algo que ya no pueden decir muchos de mis amigos. Una de las dedicatorias de mi último libro fue para ellos. Para mis padres. Algo que creo no haber hecho antes. No solo por permitirme, sino por apoyar todo lo que he hecho en la vida: incluido esto de juntar palabras por una dudosa remuneración. Y porque esas cosas conviene decirlas antes de sea demasiado tarde y ya no estén. Ojalá tarde mucho en llegar ese día. Cruzo los dedos.
Sin darme cuenta, la idea de la muerte sobrevuela muchas de las entrevistas y algunas de las críticas que he escrito últimamente. Como si no tuviéramos bastante con la sangría de nombres clave de la cultura de un siglo XX que se nos desangra. No deja de ser un tema tabú en muchas ocasiones, que yo mismo abordo con (quizá demasiado) reparo cuando me enfrento a un músico. A veces pienso que soy un poco madre y me falta colmillo. A veces simplemente creo que no procede, que está feo hurgar en el dolor ajeno aunque te garantice lecturas. Sea como sea, es inevitable enfrentarla. A través tuyo o de los demás. Me ocurrió con Lila Downs y seguramente no haya mejor forma de abordar el asunto que con una mexicana: no era estrictamente necesario mencionarlo, pero su marido, el músico norteamericano Paul Cohen, había fallecido a finales de 2022. Acabó siendo lo mejor de nuestra charla: me habló de cómo sus hijos siguen sintiendo que su padre está ahí, de cómo su cultura trata de desdramatizar y naturalizar la muerte, de cómo su tradicional ofrenda a los muertos les ayuda a sobrellevar el trance con otro espíritu. Le recordé lo mucho que me gustó Coco, la aclamada peli de animación mexicana que fui a ver con mi mujer y mi hija en 2017.
Ojalá aprendiéramos a mexicanizarnos con la muerte. Seguro que Matt Johnson (The The), quien perdió a un hermano en 1989, a su madre a finales de los noventa, a otro hermano en 2016 y a su padre en 2018, secundaría la moción. Solo le queda un hermano. Por algo me dijo que vivimos en una sociedad que niega la muerte. Una sociedad que no piensa en ella más que cuando nos golpea de cerca. En un principio no estoy del todo de acuerdo, porque yo pienso con frecuencia en ella, aunque solo sea porque me preparo mentalmente para el día que mis mayores ya no estén, pero tengo que acabar dándole la razón porque me temo que eso no hará que el trance me sea más llevadero. Para Matt Johnson, uno de los músicos vivos a quienes más admiro del planeta, la creación ha sido terapéutica, como para tantos otros artistas, y algunas de sus mejores canciones surgen directamente como tributos (en absoluto sensibleros ni ramplones) a sus seres queridos tras morir: “Love Is Stronger Than Death” (1993), dedicada a su hermano Eugene; “Phantom Walls” (2000), dedicada a su madre; “Whe Can’t Stop What’s Coming” (2017), dedicada a su hermando Andy, y “Where Do We Go When We Die” (2024), dedicada a su padre. El propio Matt vio la muerte de cerca en 2020, cuando estuvo hospitalizado por una obstrucción en la tráquea que pudo ser fatal, si no le llegan a intervenir.
Hay entrevistas en las que la muerte no es una cuestión accesoria, cuyo abordaje sea opcional: está ahí y es absurdo tratar de esquivarla, por mucho que te adviertan.
También vio la muerte muy de cerca Peter Perrett, durante años sumido en una drogodependencia de lo más sórdida, y quizá por eso me comentó hace poco que había decidido hablar de la depresión, el suicidio y la eutanasia “con sentido del humor”. Pocos como él saben lo que es volver al mundo de los vivos, además con una secuencia de tres espléndidos discos que casi nadie aguardaba ya. No debe ser nada fácil escribir sobre la muerte sin caer en la pesadumbre extrema, en el melodramatismo o en un deseo de plasmar trascendencia que puede rayar la pretenciosidad. Por eso valoro tanto a la chilena Ana Tijoux, quien me contó desde su casa de Barcelona que bautizar a su nuevo disco como Vida (2023), y llenarlo de canciones que invitan al baile, era la mejor forma que tenía de superar la muerte de una hermana, de un “medio hermano”, de su bajista y de un amigo. Que sí, que hay grandísimos discos lúgubres en torno a la parca (Ghosteen de Nick Cave, Tonight’s The Night de Neil Young, Blackstar de Bowie, Carrie & Lowell de Sufjan Stevens, A Crow Looked At Me de Mount Eerie o, sin ir más lejos, el relativamente reciente Postales de invierno, de The New Raemon), pero cada vez agradezco más que se multipliquen las lecturas vitalistas al estilo del debut del irlandés For Those I Love: ese lugar común de “a ellos les gustaría vernos celebrando la vida, y no hundidos”.
Hay entrevistas en las que la muerte no es una cuestión accesoria, cuyo abordaje sea opcional: está ahí y es absurdo tratar de esquivarla, por mucho que te adviertan. “Me piden desde el sello discográfico que el tema de Mimi se trate respetuosamente”, me recomendaron desde la distribuidora hispana del disco de Alan Sparhawk antes de entrevistarle, aunque daban por hecho que así sería. Se trataba de la primera ronda de entrevistas que abordaba sin la compañía de quien fue su esposa y compañera creativa durante más de tres décadas, y lógicamente fue él quien sacó el tema. Cada cual afronta el duelo como puede, como sabe o como le da la real gana, y cuando le pregunté a Alan por las diferencias entre los últimos discos de Nick Cave y su desconcertante nuevo trabajo, necesitado de cierta evasión, casi se me puso a llorar tras recordar que fue precisamente el primer álbum de Cave tras la muerte de su hijo el que estaba escuchando compulsivamente cuando a Mimi (Parker) le diagnosticaron la enfermedad que se la llevó en 2022. Y que ya no pudo volver a escucharlo. Pocas veces me he sentido más inútil deseándole suerte a alguien a través de una pantalla de un PC. No digamos cuando me acordé de que hay un disco de Tindersticks, de 2008, que yo tampoco puedo escuchar desde entonces porque coincidió con la muerte de nuestro perro, algo que me hizo sentirme aún más ridículo.
No tuve, sin embargo, valor para preguntarle hace unos días a Roland Orzabal (Tears For Fears) en qué medida su nuevo disco en directo cerraba la complicadísima etapa de su vida que empezó a cicatrizar con el fallecimiento de su esposa en 2017, tras décadas de penosa enfermedad. Quizá porque era un disco en directo, con pocas novedades, y apenas conté con veinte minutos de conversación a tres bandas, con él y su compañero Curt Smith. Tampoco hizo mucha falta, porque me explicó que una de sus nuevas canciones, “Emily Said”, trata de una mujer distinta —su cónyuge desde 2021— a la que protagonizó “Please Be Happy” (2022), y me quedó claro que en su nueva reunión con Curt, de quien estuvo años distanciado, había jugado un papel fundamental el agujero que dejó aquella ausencia. Al margen de la innegable rentabilidad económica.
Y es que son muchas las cosas bonitas que pueden brotar del dolor, pero no es tan fácil lograr que sus creadores te las desentrañen. Posiblemente porque ya todo esté dicho en ellas.
Foto cabecera: Alan Sparhawk © Sub Pop.
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